CAPÍTULO UNO
Ella Dark levantó la pistola Glock Gen 5, alineó la mira y apretó hasta sentir la máxima resistencia. La mano vibró con el retroceso y luego vació la recámara en menos de dos segundos, casi separando el cuello del muñeco del objetivo.
Las oficinas del FBI en Washington, D.C., eran un verdadero espectáculo a cualquier hora del día, pero tenían una apariencia increíblemente surrealista al caer la noche. Incluso el campo de tiro del FBI, cuyo acceso era una de las principales ventajas de su trabajo, estaba inusualmente desierto ese viernes por la noche. Se quitó las gafas de seguridad e inspeccionó el resto de las cabinas y solo vio a un tirador solitario en el otro extremo del campo.
Era mediados de noviembre. Pasaron las siete de la tarde, lo que marcaba la decimocuarta hora consecutiva de Ella en las oficinas centrales. Llevaba dos semanas recopilando datos sobre personas desaparecidas en la zona triestatal de Chicago. A veces, descubría un vínculo, un patrón, o algo que podía conectar a un niño desaparecido en Wisconsin con un asesinato sin resolver en Michigan. Sin embargo, su trabajo se limitaba a informar de los hechos, no a profundizar en los detalles.
Y creía que esa era la peor tragedia de todas.
Su trabajo era estadístico y analítico, pero el tema le pasaba factura. Cada día surgían nuevas tragedias y horrores, cuyos detalles Ella se veía obligada a absorber en su totalidad. Las sesiones nocturnas de tiro eran una forma constructiva de liberarse del peso.
Ella entregó su pistola y su equipo de seguridad al anciano que estaba detrás del mostrador y le agradeció con una inclinación de cabeza mientras se marchaba. Volvió a ponerse las gafas de montura gruesa y se soltó la coleta, dejando que el cabello negro azabache le cayera sobre los hombros. El olor del humo de las armas perduraba en las puntas.
Recorrió el campo de entrenamiento del FBI bajo un cielo ennegrecido que amenazaba con precipitaciones en cualquier momento. Un grupo de jóvenes agentes pasó corriendo junto a ella en una fila ordenada, varios de los cuales intentaron llamarle la atención, pero Ella mantuvo la cabeza gacha y continuó su camino.
Apenas llegó a la entrada del edificio principal del FBI, sintió una vibración en el bolsillo de su chaqueta. Sacó su teléfono de cuatro años de antigüedad, un destartalado Samsung que ya era antiguo comparado con lo que se veía en la actualidad. Tenía un nuevo mensaje.
«Jenna: Fiesta en nuestra casa esta noche. Apúrate a regresar».
Ella soltó un fuerte suspiro, agotada por el solo hecho de pensar en tales actividades. Pensó en una excusa rápida para llegar tarde a casa, pero antes de poder plasmarla en la pantalla, oyó una voz desde atrás.
―Discúlpame, ¿Ella? ―le preguntaban―. Eres Ella, ¿verdad?
Era cortés, pero tenía un claro tono de autoridad.
Se dio la vuelta y se encontró con un caballero de mediana edad que se apresuraba a seguirle el paso. Ya había visto ese rostro en alguna parte. No en vivo, ¿pero quizás en un correo electrónico? ¿O en uno de los boletines repartidos por las oficinas centrales?
―Sí, lo soy ―respondió, con la mano alrededor de la manija de la puerta de plata que conducía al vestíbulo del edificio.
―Espero no haberte asustado ―dijo―. Buenos disparos, por cierto. La vi en el campo de tiro.
«Por favor, que no sea otro tipo tratando de darme consejos de tiro», pensó.
―Gracias.
―Lo siento, debería presentarme. Mi nombre es William. Trabajo en el departamento de conducta.
―Oh ―dijo Ella―, un placer conocerte. Yo trabajo en Inteligencia.
Ella estaba un poco sorprendida. La Unidad de Análisis de Conducta era una división casi mítica del FBI que se ocupaba de todo tipo de delitos ultraviolentos: asesinos en serie, asesinatos en masa, líderes de sectas, tiradores en escuelas y terroristas nacionales. Allí se encontraban los perfiladores psicológicos y los agentes especiales que todas las novelas policíacas se esforzaban por replicar. Ella había trabajado esporádicamente con algunos agentes del departamento a lo largo de los años y había hablado con algunos de ellos socialmente, pero siempre eran muy reservados con cualquiera que no estuviera dentro de su círculo.
―Lo sé ―dijo William―. Tu departamento ha hecho mucho por nosotros en los últimos meses. Sin su ayuda en el proyecto de personas desaparecidas en la zona triestatal, no habríamos hecho ni la mitad del progreso que hemos hecho. Quería hacer llegar mi agradecimiento a las personas que hacen el trabajo pesado, especialmente a las más dedicadas. No tengo muchas oportunidades de aparecer mucho por aquí.
Una oleada de gratitud la invadió. Ella sintió que tenía que devolver el gesto, pero no se le ocurría nada que decir.
―Gracias, señor. Se lo agradezco.
―Tu trabajo en el caso del estrangulador de Greenville también fue extraordinario ―continúo William―. Sé que la VCU se llevó todo el crédito, pero no pienses que no estamos al tanto de tu contribución.
Ella no era particularmente fan de las alabanzas, pero agradeció el reconocimiento.
―Solo hago mi parte, señor. Si puedo ayudar de alguna forma, lo haré.
―Excelente ―dijo William―. Bueno, te dejaré para que puedas volver a tu casa. Estoy seguro de que tienes un marido esperándote.
Ella negó con la cabeza.
―No tengo marido, señor. No es lo mío.
Un tono de llamada atenuado interrumpió su conversación. William se llevó la mano al bolsillo y sacó su teléfono. Contestó, disculpándose y luego le dio la espalda a Ella. Ella