: Mary E. Braddon, Marie Corelli, Edith Nesbit, Frances Hodgson Burnett, Marie Belloc Lowndes, Alicia
: Mike Ashley
: Reinas del abismo Cuentos fantasmales de las maestras de lo inquietante
: Editorial Impedimenta SL
: 9788417553821
: Impedimenta
: 1
: CHF 13.40
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 384
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
  Con frecuencia se acepta que durante el siglo XIX y principios del XX fueron los escritores varones quienes desarrollaron y ampliaron el horizonte de los relatos atroces de misterio, y que las mujeres escritoras se limitaron a seguir su estela. ¡Nada más lejos de la realidad! La antología que hoy presentamos reúne las contribuciones de dieciséis maestras y amantes del miedo exquisito; muchos de cuyos nombres se perdieron en las revistas pulp y underground de principios de siglo. Por fin podremos conocer el lado oscuro de 'El jardín secreto', de Frances Hodgson Burnett, y en qué consistían las pesadillas de la mismísima Marie Corelli. Escucharemos cautivados, a la par que temerosos, las voces de las escritoras que poblaron las páginas de la revista Weird Tales, como Sophie Wenzel Ellis, Greye La Spina o Margaret St. Clair, y nos inclinaremos ante lo sensacional, lo surrealista y lo desafiante de sus magníficos relatos de terror. Un conjunto de narraciones que rompieron con las barreras del género en la época y que levantaron a sus autoras del abismo de la pobreza, de las adversidades de su infancia y de sus vidas de mujeres casaderas.

 

 

 

 

Una revelación

Mary E. Braddon

I

—YESTA DETERMINACIÓN SUYA de marcharse a Inglaterra ¿no es un poco repentina?

—Lo es —contestó el coronel Desborough—. Y son tantos los años que llevo en la India que es probable que en mi propio país no consiga sentirme tan en casa como aquí. Y llevo tantos años en la India que quizá la sienta más hogar que mi propio país. Pero un viaje por mar me vendrá bien, eso dicen los médicos. De un tiempo a esta parte no me encuentro nada bien.

—Es cierto que le he visto desmejorado, y que también parecía muy deprimido. ¿Le sucede algo? Y disculpe la pregunta.

—Mi estimado Breakspear, nuestra amistad justifica una pregunta tan natural. En efecto, sí que me sucede algo, y no es bueno, nada bueno. Salvo a mis dos médicos, no he mencionado a nadie la causa de mi mala salud y de mi abatimiento; pero, como elJumna parte la semana que viene y quizá no volvamos a vernos nunca más, se la confiaré a usted.

—Ahí está ese pesimismo de nuevo. Por supuesto que nos volveremos a ver, y espero que tenga esposa para entonces. Debiera usted casarse, Desborough; lleva solo demasiado tiempo.

—No —contestó el coronel—. Estoy a punto de cumplir los cuarenta y, en mi opinión, es difícil que a esas alturas de la vida pueda uno cambiar ya de costumbres o de ideas. Una esposa de mi edad se encontraría en la misma situación… chocaríamos. Y una más joven me importunaría. Pero dejemos lo del matrimonio, es una cuestión sobre la que no merece la pena discutir.

—Bien, pues entonces volvamos a la causa de su afección.

—¿Recuerda nuestra expedición a las montañas y la cacería del tigre?

—Sí, claro, hace solo cinco meses; estaba usted muy bien por entonces… Con el ánimo por las nubes, lo recuerdo.

—Y esa fue la última vez que lo estuve —replicó Desborough apesadumbrado—. Como sabe, le seguimos el rastro a nuestra pieza hasta lo más profundo de la jungla, y allí lo matamos. Al regresar, había una luna llena que lo iluminaba todo como si fuera de día. Yo iba a la cabeza mientras avanzábamos en fila india por la angosta senda. Por delante todo aparecía despejado; solitario, de hecho. De repente, divisé a escasos pasos de donde me encontraba la figura de un viejo amigo a quien no había visto y en quien no había vuelto a pensar en muchos años; y, sin embargo, allí estaba, de pie en medio del sendero. Levantó un brazo e hizo un gesto para que me acercase.

—Por fuerza tuvo que ser una sombra —observó prudente el mayor Breakspear, advirtiendo la palidez y el nerviosismo que se habían ido apoderando de Desborough mientras hablaba.

—Lo mismo pensé yo entonces, estaba convencido de que la visión no era más que una jugarreta de la memoria. Pues bien, deseché de mi cabeza el asunto; pero —y bajó la voz—, una noche o dos después, mientras me miraba en el espejo del tocador, lo vi justo a mi espalda, de pie en mitad de la habitación. Volvió a hacerme un gesto, invitándome a que lo siguiera. Lo más extraño de todo es que, aunque lo reconocí a la perfección, ya no era un hombre joven, como cuando lo vi por última vez, sino que tenía el pelo y la barba grises como el acero, y su aspecto era el que indudablemente tendría