No hay como un buen ogro para comprender la infancia
Las palabras que siguen giran en torno a la infancia. Giran, es decir, dan vueltas alrededor de ella, buscando entenderla. Son, además, mi homenaje a un pensador —Marc Soriano—, a quien considero mi maestro. Sería mucho mejor para todos que pudiese estar él mismo aquí presente. Pero ha muerto. Nos dejó, eso sí, algunos libros. En especial éste que presentamos hoy, que aborda con profundidad, erudición y clarividencia temas vinculados con la encrucijada fundamental donde la cultura se tropieza con la infancia.1
Y, como de infancia se trata, lo mejor es empezar hablando de ogros, porque no hay como un buen ogro para comprender la infancia.
Empiezo entonces:
OGROS I. PRIMERA ESCENA
Una escena dramática, intensa como un aguafuerte de Goya. Un marcado claroscuro entre el bosque, espeso, negro, hostil, y la luz incierta, huidiza, de la vela de la única casa, el único refugio. Chicos asustados que corren hacia ella. Golpean a la puerta, jadeantes. Piden respiro, que les permitan pasar la noche. Se enteran, antes de recuperar el aliento, de que el destino les puso una zancadilla, que han caído, precisa, irónicamente, en la casa de un ogro comeniños. El ama de casa se niega a dejarlos entrar. Lo que sigue es cita: “Ay, señora —responde Pulgarcito, que temblaba a más no poder, al igual que sus hermanos—, ¿qué podemos hacer? Si usted no quiere aceptarnos en su casa es seguro que esta misma noche nos comen los lobos del bosque y, siendo así, preferimos que sea el señor el que nos coma”.Preferimos que sea el señor el que nos coma, eso dice Pulgarcito.2 Entre la orfandad y el ogro, elige al ogro. No es una elección trivial. Pulgarcito, el niño arrojado al mundo, el niño que busca protección, se desprende de la animalidad, elige la humanidad y la cultura.
OGROS II. SEGUNDA ESCENA
Pertenece aEl rey de los alisos, la novela de Michel Tournier. Tiene por protagonista a Abel Tiffauges, que es, por vocación excluyente, un niñóforo, un portaniño; nada le produce un éxtasis más intenso que llevar un niño en brazos.
En la segunda Guerra Mundial cae prisionero de los alemanes y termina trabajando para sus captores… como secuestrador oficial, precisamente. Es el regente de Kaltenborn, el castillo donde se educan losJungmannen, los bellos impúberes rubios, destinados a purificar la raza, a heredar y glorificar el nazismo. Tiffauges, que ama especialmente a los niños, los selecciona, los señala, los rapta. Y así lleva hasta el final la feroz ambigüedad del ogro: el que ama y devora al mismo tiempo.
En la última escena de la novela, el castillo de Kaltenborn ha sido invadido por los soviéticos; los pasillos están sembrados de cadáveres de niños; hay que salvar al único sobreviviente, Efraín, el judío casualmente, único judío entre todos esosJungmannen perfectamente rubios, perfectamente arios. Y Tiffauges cumple con su mandato; es, como Cristóbal, el santo patrono de su escuela primaria, elCristóforo, el portaniño, y lleva a Efraín en la cerviz, le hunde la nuca entre los muslos. En la huida pierde los anteojos, no ve el camino, pero Efraín lo guía; lo guía y lo