El bloque 105 estaba situado en una de las cloacas de la ciudad, allí por donde se expulsan todos los restos inservibles que han ido pasando por el organismo vivo que supone toda urbe moderna. Era el 105 de la calle Mencía, en un barrio en el que no había nada que visitar ni ninguna razón por la que pasar. Donde el sol nunca calienta y el aire no es fresco ni llega a los pulmones, se queda atravesado en la garganta y es vomitado de nuevo al exterior pero más oscuro y denso. Donde un solar vacío es un parque y dos piedras en el suelo una instalación deportiva. Donde una amenaza pintada en la pared es una muestra de arte urbano y un sintecho entre cartones un alojamiento barato para turistas bohemios.
El barrio de Las Viñas estaba situada al norte de la ciudad, muy alejado del centro. Construido en muy poco tiempo al calor de la burbuja inmobiliaria, cuando todos soñaban que el trabajo nunca se acabaría y los bancos eran unos amigos amables, atentos a nuestras necesidades y dispuestos a prestarnos todo cuanto necesitáramos a cambio de prácticamente nada. Cuando se recalificaban terrenos en los postres de una buena comida y cuando nacían fortunas donde solo había mediocridad. Cuando políticos advenedizos escalaban puestos en función de sus contactos y cuando tener facilidad para conseguir cosas estaba más valorado que una preparación adecuada. Cuando las grúas sustituyeron a los arados y el cemento a los cultivos.
El viñedo de Juan eltinajero hacía tiempo que estaba abandonado. Incapaz de competir tanto en calidad como en cantidad, poco a poco fue malviviendo a base de subvenciones europeas. Unas por quitar plantas y otras por sembrar más. Altinajero le daba lo mismo, la mayoría de los años ni recogía la cosecha. Una tarde, un concejal al que ni conocía le puso en contacto con un constructor de fuera. Una buena comida, un brandy de 50 euros la copa, y al llegar a casa había dejado de ser agricultor. Pronto, tras el próximo pleno, sería un millonario, un nuevo rico con nuevas preocupaciones. Ya no le valdrían ni su coche, ni su casa, y se pensaría si su mujer.
Viviendas de buena calidad, en una zona de expansión, de revaloración garantizada. Buenas comunicaciones, parques, polideportivos, teatros, centros comerciales, colegios, clínicas. Todo lo mejor para una clase media cada vez más exigente y, a la vez, más confiada. Confianza que se reflejó en consumo desmedido, visceral, irresponsable. Rehenes del crédito, una tarjeta cubría a otra agotada, un préstamo pagaba otro. Y todo avalado por un sueldo que parecía que nunca dejaría de crecer. Parejas que visitaban una casa piloto en medio de un erial y reservaban su vivienda sobre plano, que soñaban con una vida por delante llena, si no de lujo, sí de razonable comodidad. Que entregaban todo su dinero, el suyo y el del banco, en manos de unos vendedores que eran fiel reflejo de los tiempos. Jóvenes, guapos, impecables en el vestir y en las formas. Imposible que con ese aspecto no fuese cierto todo lo que prometían.
En menos de un año los edificios estuvieron en pie. Una calle detrás de otra, un bloque tras otro. Era un frenesí constructivo. Unskyline de grúas, unas al lado de otras, de diferente color y tamaño recortaba el horizonte. Camiones y hormigoneras en un trajín continuo, caótico, circulaban en un laberinto sin normas de circulación. Se mezclaban con toda clase de vehículos que suministraban materiales. Un enjambre de obreros, que rotaban de un bloque a otro según su trabajo, era requerido, pasaba la jornada contando lo que le faltaba para conseguir su propio piso, o para terminar de pagar el que ya tenían. De todas formas, siempre habría otra obra, en otra urbanización. Aquello no tendría fin. Albañiles, mamposteros y enladrilladores; plomeros, electricistas y pintores; carpinteros, techadores y alicatadores. Oficiales y peones, siempre con un cigarro en la boca y el casco sobre una pila de ladrillos en un rincón. Hacía demasiado calor. Poco a poco, los edificios se fueron terminando y el flujo de obreros se sustituyó por el de los ilusionados propietarios, midiendo, planificando, soñando. Las calles se limpiaron y el equipamiento urbano fue instalado. Los panales del enjambre se fueron ocupando y el barrio comenzaba a cobrar vida. Al poco, la realidad. La burbuja explotó. Muchos de los pisos se quedaron vacíos. A algunos no les dio tiempo para mudarse y a otros, la mayoría, el banco se los quitó por impago de la, hasta hacía nada, menospreciada hipoteca. Para colmo, los planes urbanísticos vienen y van, según capricho o interés, y a alguien se le ocurrió que aquella zona era ideal para una ronda de circunvalación, que ahogó el barrio y lo aisló del resto