PREFACIO DEL AUTOR
Unas palabras sobre el origen y la paternidad literaria de este libro. Mi amigo «Carruthers» vino a visitarme en octubre pasado (1902) y, bajo promesa de guardar temporalmente el secreto, me confió abiertamente toda la aventura que se describe en estas páginas. Hasta entonces yo sólo sabía lo que el resto de sus amigos, es decir, que acababa de sufrir ciertas experiencias durante un crucero en yate con un tal míster «Davies», quien había dejado honda huella en su carácter y en sus costumbres.
Al término de su relato –que me produjo una impresión profunda, tanto por su relación con mis estudios y preocupaciones particulares como por su interés intrínseco y expresión vigorosa, añadió que los importantes hechos descubiertos durante el crucero se habían comunicado a las autoridades, quienes, tras manifestar cierta decorosa incredulidad, quizá debida en parte a lamentables deficiencias de su propio servicio secreto, los habían utilizado, según creía él, para evitar un grave peligro nacional. Y digo «según creía él» porque, aunque no cabía duda de que el peligro se había evitado de momento, no existía seguridad de que se hubiese tomado medida alguna para combatirlo, dado que el secreto descubierto era de tal naturaleza que, probablemente, la mera sospecha de su revelación podía haber anulado su eficacia.
Como quiera que fuese, durante un tiempo el asunto permaneció tal como estaba, según deseaban «Carruthers» y míster «Davies» por ciertas razones personales que se expondrán al lector.
Sin embargo, ciertas disposiciones políticas los estaban llevando a reconsiderar su decisión. Éstas mostraban con aplastante claridad que la información arrancada con tanto esfuerzo y peligro al gobierno alemán y transmitida al nuestro con tanta rapidez causó en nuestra política un efecto sumamente transitorio, si es que tuvo alguno. En cambio, cierta influencia maléfica, cuyo origen aún desconcierta a todos menos a unos pocos, trabajaba sin descanso para impulsar a nuestra diplomacia a volver por caminos que en principio sería prudente rehuir aun sin esa advertencia clamorosa.
Como enérgico remedio para lo que se había convertido nada menos que en una enfermedad nacional, los dos amigos tenían ahora la intención de hacer pública su historia, y en relación con ello «Carruthers» deseaba mi consejo. Existía el gran inconveniente de que un inglés de noble apellido estaba vergonzosamente implicado, y si se daba a conocer su identidad sin hacer uso de una delicadeza infinita, personas inocentes, y especialmente una joven dama, sufrirían perjuicio y deshonor. En realidad, ya circulaban rumores molestos que contenían una pizca de verdad y un montón de falsedades.
Tras sopesar los dos aspectos del problema, me pronuncié sin reservas por su divulgación. Pensé que los inconvenientes personales podrían vencerse por medio de la discreción; mientras que, desde el punto de vista público, no se trataba más que de uno de esos casos lamentables que ocurren con frecuencia creciente en nuestros días, en que los asuntos que deberían guardarse debidamente en el aislamiento del despacho del estadista, deben sacarse necesariamente de él para someterlos al sentido com