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«No voy a vivir para siempre, pero cada minuto que paso ahí arriba es para siempre»,
El Barón Rojo, Roger Corman, 1971
Debe de ser una experiencia extraña conocer a alguien que está más loco que tú. Eso debió de pasarle a Hermann G. cuando conoció a Manfred Albrecht von Richthofen, más conocido como el Barón Rojo. En las fotos, Manfred parece un chico risueño, y quienes le conocieron hablan de un joven tímido, buena gente, pero las crónicas cuentan que en el aire se transformaba en un ser frío y agresivo. Derribó ochenta aviones durante los veinte meses que pasó combatiendo, con todos sus cráneos destrozados, sus fuselajes cayendo envueltos en llamas, sus gritos de terror y de dolor. Eso entusiasmaba a Hermann G, que además compartía con él un universo de caballeros que combaten cara a cara, mirándose a los ojos; justas modernas con aparatos cubiertos de escudos y blasones, lejos del infierno de lodo y metralla de las trincheras. Sin embargo, aún quedan un par de años para que se encuentren.
Hermann G. tiene veintiún años en 1914. Uno se metía en la guerrafür Gott, Kaiser und Vaterland. También porque a esa edad es difícil distinguir entre el valor y la inconsciencia o la pura imbecilidad, los límites no están claros. Estamos muy lejos de la «coventrización», del arrasamiento de Hamburgo o Dresde, del ridículo como jefe de la Luftwaffe, cuando, durante una gira por Renania en 1939, declara que ni una sola bomba caerá sobre Alemania, y si un bombardero enemigo vuela sobre el territorio, es que no se llama Hermann G, le podrán llamar Meyer (lo de «Meyer» fue uno de los tres chistes más célebres de la época). También lejos del payaso ramplón a quien Ribbentrop apodaría el «árbol de Navidad» por su afición a las condecoraciones; lejos de los excesos de quien criaba leones en sus palacios; lejos de los 127 kilos que llegaría a pesar, con unos rasgos que quedarían desfigurados por la grasa. Porque, en este momento, Hermann G. es un tipo agraciado, con unos profundos ojos azules cuya caída hace estragos entre las chicas. Y la chispa que salta a las once de la mañana del 28 de julio en Sarajevo y quemará a veintidós millones de personas, provocando que el abuelo de la reina Isabel II tenga que cambiar la denominación de su casa de Sajonia-Coburgo Gotha por el más conocido de Windsor, y que los franceses intenten sustituir el nombre del agua de Colonia por agua de Provenza (intento fallido), comienza a excavar los primeros metros de los futuros cuarenta y cinco mil kilómetros de trincheras. Millones de jóvenes son guiados no hacia la madurez, la cultura y el progreso, sino hacia una patria malinterpretada, y, más allá de la retórica inflamada, hacia los hospitales con su atmósfera de fenol y gangrena, y las tumbas donde sus cuerpos se pudrirán mientras el cabello y las uñas les seguirán creciendo. Paradójicamente, el primer muerto de la Primera Guerra Mundial no será europeo, sino africano: caerá en la Togolandia germana, una colonia que será tomada por destacamentos británicos desde Costa de Oro. Son los primeros disparos de los fusiles, y tarde o temprano la Niebla comparece inefable, atraída por el ruido y el calor de la humanidad. Será la madrugada del 22 de abril de 1915, en el pequeño pueblo de Ypres, en Bélgica. Los soldados ven una enorme nube verdosa que avanza hacia ellos por la Tierra de Nadie, con varios metros de alto, y una anchura de seis kilómetros; avanza y avanza, y a su paso, como si fuese un vampiro, se marchitan los árboles, los animales fenecen, las aves caen del cielo. Acaba por empozarse en las trincheras y los hombres convulsionan, se ahogan en sus propias flemas. El gas cloro acaba con mil quinientos soldados en apenas media hora. El impacto de este primer ataque con gas de la historia será tan duradero en el subconsciente de toda una generación, que Hitler, que seguramente no hubiera dudado en utilizar la bomba atómica si la hubiera conseguido antes que los americanos, y a quien sus científicos le fabricarán cerca de siete mil toneladas de gas sarín durante el siguiente conflicto, se negó a utilizarlo en los campos de batalla. Hitler había visto sus efectos cuando no era más que un soldado raso, y los había sufrido él mismo.
Entretanto, Hermann G. se une a esa marea entre bravatas y timbales y sombreros al aire y palmadas en la espalda y trenes cargados de soldados que se asoman a las ventanillas. «Bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre», cantará elrobocop Ernst Jünger. Ejerce como explorador, reconoce las líneas enemigas, siempre con temeridad, porque siempre será un adicto, y comienza por ponerse de adrenalina hasta las cejas. En él, el valor adquiere una cual