Historia: instrucciones de uso
Mi vida ha transcurrido estudiando el pasado. Cuando me preguntan si de todo eso he aprendido el «secreto» para vivir bien el presente, siempre respondo: el secreto es no detenerse nunca, tener siempre algo nuevo que hacer. Imaginar, inventarse, y simplemente correr, moverse, no permitir que nuestra melancolía nos bloquee. La vida es una aventura tan extraordinaria que no hay motivo para perder ni siquiera un segundo.
Mi abuelo era un gran narrador. Un narrador popular y no profesional, aunque tenerlo con nosotros no era fácil, porque en este sentido era una especie de «estrella». Durante el invierno iba a los establos, todas las tardes, o casi, a contar historias. Era muy solicitado por las otras familias.
Cuando caía una gran nevada y no podía ir a trabajar, venía a nuestra casa. Entonces era todo para mí y para mi hermano. Lo escuchábamos durante horas y horas, mientras tenía ganas de contar.
Creo que fue precisamente de él, de mi abuelo, de quien heredé este deseo, y quizá también este talento para contar historias.
Nací en una familia de agricultores. Mi padre tenía dos granjas, que trabajaba con entrega y sacrificio. Fui educado con pocos y sencillos principios. Mi padre me decía siempre: «No quiero oír la frase “estoy cansado”». «No quiero oír decir “no soy capaz”». «No quiero que me digas “me han golpeado”; es más, si vuelves a casa y te han golpeado, yo te doy más». Me vendaba las manos y me hacía dar puñetazos a un saco de trigo, luego se marchaba y decía: «Cuando vuelva, debes estar aún ahí dando golpes». En resumen, crecí con pocas «historias». Fui a un internado a la edad de diez años, sometido a una disciplina verdaderamente durísima y allí permanecí durante otros seis.
Cuando me preparaba para el bachillerato y el profesor me preguntó: «¿Qué quieres hacer después?», yo respondí: «Letras clásicas». Él me dijo: «¿Por qué no vas a vender plátanos?». Cuatro años después, le regalé mi primera antología de historiadores griegos, publicada por Zanichelli.
Aún recuerdo una pregunta suya: era crociano, y me interrogó sobre un fragmento de Arquíloco, que fue un poeta arcaico, un mercenario, un personaje extraordinario. El tema era el fragmento de un verso que, traducido, suena así: «Oh, si pudiera tocar la mano de Neóbula». Han corrido ríos de tinta sobre esta frase: el rudo mercenario, el guerrero exterminador que tiene un pensamiento tan ligero, romántico, hermoso por una mujer. Él me llamó y dijo: «Venga, Manfredi, ¿se ha preparado? Lea el pasaje de Arquíloco». Leí el verso, y él: «Bien, coméntemelo». Y yo pregunté: «¿Puedo decir lo que pienso?». «Sí, por supuesto», repuso él. «Este es un fragmento –dije–, pero ¿qué sabemos acerca de qué otras cosas quería tocarle?». Explotó como una bomba. «Es usted un insolente, vuelva a su sitio», aulló, y me puso un cuatro. Luego, si no recuerdo mal, ocho años después, fue encontrado un papiro de Oxirrinco del que se desprende que Arquíloco, a Neóbula, quería tocarle verdaderamente todo. Por tanto, no estaba tan equivocado.
Para mí, la universidad fue una de las más hermosas aventuras. Después del examen de literatura griega, un amigo y yo nos fuimos a Grecia en autostop: queríamos ver todo lo que habíamos estudiado. Hicimos cuarenta días en autostop, los últimos cinco viviendo a base de pan y uvas pasas, una comida muy calórica que nos había regalado un señor de Corinto, que las producía. Al final fuimos a Ítaca para buscar el palacio de Ulises, que no estaba allí. Justo hace quince días estuve de nuevo allí, para ver la excavación realizada por un colega en un palacio micénico en el norte de la isla, a igual distancia entre los dos puertos. Mi amigo miraba la escalera tallada en la roca que subía al plano superior y me dijo: «¿No te parece ver a Penélope bajando por esa escalera?».
La ciencia y la imaginación son dos cosas que no siempre se llevan bien. Pero estoy convencido de que también la ciencia necesita imaginación.
Mi primera experiencia docente fue extraordinaria. Escuela secundaria. Recuerdo que entré a la clase y dije: «¿Qué debéis hacer hoy?». «Épica». «Muy bien, leamos laIlíada». «¡Qué rollo!». «¿Cómo que “qué rollo”? Ésta es una de las mayores obras maestras de toda la literatura universal, ahora veremos». Cogí el libro X de laIlíada, lo