: Stascha Rohmer
: Amor, el porvenir de una emoción
: Herder Editorial
: 9788425429002
: 1
: CHF 9.90
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: Psychologie
: Spanish
: 216
: kein Kopierschutz
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
¿Podemos afirmar hoy, en vista de los avances de la biología y de la ingeniería genética, que el ser humano depende del amor, de amar y de ser amado, del mismo modo en que su naturaleza animal le lleva a depender del alimento físico para poder sobrevivir? ¿Se puede justificar racionalmente la creencia de que, como dijo Erich Fromm, 'la humanidad no podría existir ni un solo día sin amor'? Esta pregunta acerca de la necesidad absoluta de dicho sentimiento, sobre si es constitutivo de la existencia del ser humano como tal y supone por lo tanto una necesidad ontológica, formará el núcleo del presente ensayo. Partiendo de la tesis de que la vida humana es una consecuencia de la interacción de generaciones sucesivas, y recurriendo a la dialéctica hegeliana, Rohmer busca superar la disociación clásica entre naturaleza y espíritu, por un lado, y entre naturaleza y cultura, por otro, y argumenta que la esencia de la existencia humana es la libertad, enraizada en un tipo de amor que trasciende lo corpóreo y lo sensual.

Introducción


«Todo ser vivo que se arrastra sobre la tierra», reza un misterioso fragmento de Heráclito, «es conducido por un látigo».1 Heráclito, sin embargo, no nos aclara qué tipo delátigo es el que obliga a los seres terrenales a arrastrarse por el suelo. Posiblemente haya más de uno, habrá muchos tipos de látigos. Al menos habrá que distinguir aquellos látigos que imperan como fuerzas físicas elementales en el espacio de aquellos látigos invisibles cuyo efecto tiene lugar en el interior de los seres humanos, en su alma. La sed, el hambre o el deseo de satisfacción erótica son una clase de látigos activos en el interior de lo viviente que hacen que prosiga en su finitud y salga así fuera de sí mismo. Sería, desde luego, erróneo concebir esos látigos invisibles meramente como compulsiones, como en el caso de los látigos activos que actúan como crudas fuerzas físicas. Pues, mientras que la fuerza física cobra sentido cuando impone al coaccionado un comportamiento que le es ajeno, los látigos invisibles brotan de la esencia íntima de lo viviente. Como tales fuerzas que sobrepasan lo finito, lo particular, de modo que lo constituyen al mismo tiempo en cuanto individuo, estos látigos son algo así como los látigos divinos que mantienen el mundo en movimiento. Pero ¿cuántos de estos látigos divinos existen?

Cuando Friedrich Schiller dijo que existían dos tipos de látigos, a saber, el hambre y el amor, y que ambos mantenían el mundo en movimiento, no solo resumía con ello cerca de 3 000 años de historia del pensamiento occidental, sino también una convicción general de su propia época que siguió vigente hasta mediados del siglo pasado. No obstante, ¿podemos hoy, en la época de la tecnificación de lo viviente, de la ingeniería genética, en la del desciframiento del código genético y de los crecientes progresos en la neurobiología, realmente partir del hecho de que lo que mantiene este mundo en movimiento es algo más que las fuerzas motrices que actúan biológica y físicamente; en una palabra, que no solo actúa el hambre, sino también el amor?

En un mundo en el que millones de seres humanos pasan hambre tenemos, ciertamente, que admitir que el hambre tal vez no ponga y mantenga en movimiento el mundo entero de la naturaleza, pero sí al menos el mundo de lo viviente, de lo orgánico. Con bastante seguridad podemos incluso partir del hecho de que una humanidad, cuya población pasará, según las estimaciones de las Naciones Unidas, de los 6,5 mil millones actuales a aproximadamente 9,3 mil millones en 2050, podrá ver en el fenómeno del hambre una fuerza motriz aún mucho más grande que la que había visto Schiller en su época: si consideramos la tierra, igual que en el Antiguo Testamento, como un jardín, parecen confirmarse de manera extraña, en vista del hambre mundial y con una superpoblación creciente, las palabras de Nietzsche según las cuales la tierra «se ha vuelto pequeña».2

Sin embargo, con independencia de que la humanidad pueda encontrar algún día una solución al hambre optimizando la justicia distributiva o la riqueza productiva del suelo, o si fracasa a la hora de crear un orden más justo y superar el hambre mundial, podemos decir con seguridad según nuestro conocimiento actual qu