Nos mudamos a Ketchikan, Alaska, procedentes de Chinle, Arizona, a finales de la primavera de 1973. Mi hijo mayor, Robert Chapman, tenía siete años y Cazimir, dieciocho meses. Ketchikan era la ciudad natal de John Silko, que había aceptado un puesto de supervisor en la oficina local de servicios jurídicos. Yo, por mi parte, había firmado un contrato literario con Viking Press gracias a que Richard Seaver, uno de los editores de Viking, había visto mis relatos publicados en la antología de Ken RosenThe Man to Send Rain Clouds. En aquel momento me pareció extraño que mi contrato literario especificara que la obra podía ser tanto una colección de relatos como una novela. En aquella época, yo no tenía un agente literario que pudiera explicarme que las editoriales prefieren novelas. Mi intención no era, desde luego, publicar en Viking Press otra cosa que no fueran relatos; confiaba en ellos como género. En cambio, en lo tocante a la novela, lo cierto es que, más allá de leerlas con voracidad desde los diez años, ni siquiera me había molestado en hacer el curso titulado «La novela» que ofrecía el Departamento de Inglés. De ningún modo iba yo a jugarme el éxito. Relatos, eso escribiría. Utilicé la beca de escritura que me había concedido la National Endowment for the Arts para pagar la guardería de Caz mientras Robert estaba en el colegio.
Ketchikan, una localidad ubicada en la isla Revillagigedo, a unos mil doscientos kilómetros al norte de Seattle, tiene un clima moderado para lo que es habitual en Alaska; una circunstancia que se debe en parte a la corriente oceánica cálida que recibe el nombre de «corriente del Japón». La temperatura media anual es de 8,89 grados centígrados y la precipitación media, de 4.572 milímetros. En Chinle, por el contrario, el nivel de precipitación anual era de 304,8 milímetros en un buen año. Me había acostumbrado al sol radiante del suroeste, donde el clima permitía actividades al aire libre durante todo el año. En el sureste de Alaska, la suma de altas píceas, densas nubes, nieblas, brumas y escarpadas montañas encerraba la ciudad. En el suroeste estaba acostumbrada a cubrir con la vista distancias de hasta sesenta u ochenta kilómetros. Estaba acostumbrada a ver el cielo, las estrellas y la luna.
El cambio de clima tuvo un profundo efecto en mí. Me pasé los meses de junio, julio y agosto luchando por librarme del terrible letargo de una depresión provocada en gran medida por la falta de luz solar. Durante ese periodo, conseguí escribir un relato sobre una mujer que se ahoga a sí misma; no era un buen relato, sino un mensaje que yo me enviaba a mí misma. En septiembre, tras dejar a los niños en la guardería y el colegio respectivamente, intentaba escribir en casa, pero me costaba concentrarme; tenía la sensación de que los platos sucios y la colada reclamaban mi atención.
Fue por esta época cuando Richard Whittaker vino a socorrerme. Dick vivía con su familia enfrente de la casa de mis suegros. Ejercía como especialista en derecho indígena —para las tribus locales, principalmente— y era un firme defensor del programa de servicios jurídicos gratuitos para personas sin recursos Alaska Legal Services, que empleaba a mi marido. Dick leía novelas y admiraba especialmenteDios le bendiga, Mr. Rosewater, de Kurt Vonnegut. Le comenté que necesitaba un lugar donde escribir y él me ofreció el escritorio y la silla de su biblioteca jurí