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LO TERRIBLE,
LA INFANCIA Y EL TEATRO
En octubre de 1986 asistí al colegio por primera vez. O quizá, mejor, debería decir: en octubre de 1986 fui arrastrada al interior del colegio por primera vez. Mi colegio, un centro público progresista y pionero en lo que representó el proceso de salida de los dogmas de la educación franquista, era un lugar luminoso, cálido, plagado de juguetes y de cuentos. Aún recuerdo algunos olores. En definitiva, no era un sitio nada terrorífico. Yo, sin embargo, lo odiaba. Lo detesté desde el primer momento en que puse mis pies allí dentro.
Este hito de crecimiento que supuso el comienzo de mi etapa escolar, da inicio, casi treinta años más tarde, aLittle Lambs (Corderos), un texto teatral que escribí en 2014. Traté de crear una dramaturgia fragmentada, compuesta por once escenas distintas que se relacionan con los espacios del colegio y sus recreos. Me proponía escribir un texto teatral dirigido a edades infantiles que hablara de un tema serio, en principio ni siquiera divertido: la soledad y el miedo al otro o a la otra.
Pero, ¿qué era en realidad un temaserio? ¿De qué otros temas se distingue un tema serio? Es decir, ¿cómo es un tema que no sea serio? Como espectadora de teatro infantil, yo había asistido, de niña, a muchas funciones en la madrileña Sala Sanpol. Después he disfrutado, en los últimos años, de muchas más en distintos espacios. Desde el punto de vista de la creación, es probable que no exista mejor perspectiva que la que ofrece un auditorio compuesto por niños y niñas con los ojos abiertos y bien atentos a lo que sucede en el escenario. Público exigente como ninguno, los niños y las niñas no mienten acerca de aquello que les interesa, disfrutan y quieren.
Así pues, la pregunta era: ¿qué quieren los niños y las niñas cuando van al teatro?
Como adulta, he contemplado una auténtica revolución en los límites y las fronteras del llamado teatro para la infancia, tanto en relación a la forma como al contenido. Mis visitas a FETEN, Feria Internacional de Artes Escénicas para Niñas y Niños, en Gijón, estos últimos años, me han convencido de esto.
Queremos vivir experiencias completas dentro del teatro. Las reacciones de los jóvenes públicos, así como las de las personas adultas que les acompañan (padres, madres, maestras...), son consecuentes con esta idea. En la vida existen momentos y estados muy distintos, que conllevan deseos muy diferentes. Mi percepción, sin embargo, es que de manera habitual preferimos aquellas historias que nos cuentan algo que, en definitiva, nos importa.
La cuestión de la identificación entre espectador/a y personaje es algo de lo que los creadores y las creadoras no deberíamos olvidarnos. Pero más allá del principio de identificación aristotélico, el público tiende a desear un grado de implicación mínima en aquello que contempla sobre un escenario. No hace falta que pensemos en un teatro solo dramático —ni en el caso del teatro para adultos, ni tampoco en el que se dirige a la infancia—, para compartir esta idea. Ya sea en función de las peripecias de uno o varios personajes, o siguiendo un criterio más temático, nosenganchamos a aquellas historias en las que, de algún modo, nosjugamos algo1.
Por otro lado, como heredera o descendiente de aquella niña que fue arrastrada al colegio por primera vez en el año 86, no puedo estar más en desacuerdo con aquellas voces que de tanto en tanto se empeñan en afirmar que la infancia es el más feliz de los tiempos. No es cierto. Y cuando lo escucho, a menudo me pregunto si esas voces que lo dicen han tenido en realidad infancia. Mi percepción es más bien que el dolor, los problemas y pesares adaptan su tamaño al de quien los padece.
Los niños y las niñas tienen problemas. Sufren y se enfrentan a distintos tipos de dolor. Aquí y allí, y por una amplia variedad de motivos, no siempre, por desgracia, evitables. Los niños y las niñas se preocupan por un sinfín de cosas. Se enfrentan a mil y un monstruos a lo largo de su proceso de cre