CAPÍTULO 1
Al llegar a Chelmsford, Sharpe no recordaba el camino hacia el depósito del South Essex. Tan sólo había visitado el cuartel una vez, una breve visita en 1809, y se vio obligado a preguntar a un vicario que estaba dando de beber a su caballo en un abrevadero público. El vicario miró con desconfianza el uniforme desaliñado de Sharpe, y se le ocurrió una buena explicación para el aspecto del soldado vagabundo:
–¿Viene de España?
–Sí, señor.
–¡Bien hecho! ¡Bien hecho! ¡Estupendo! –exclamó el vicario, y señaló en dirección al este, indicando a los soldados hacia el campo abierto–. ¡Y Dios los bendiga!
Los cuatro hombres se dirigieron hacia el este. A Sharpe y a Harper los miraban mal, tal como había sucedido en Londres; parecía que hubieran llegado directamente de un campo de batalla de España y todavía esperaran, incluso en las calles tranquilas de la ciudad de este condado, encontrarse con una patrulla francesa. El capitán D’Alembord iba vestido con más elegancia que Sharpe o Harper, aunque su uniforme, como el del teniente Price, delataba los estragos de la batalla.
–Tendría que proporcionarme un éxito increíble con las damas –dijo D’Alembord, tocándose un rasgón en su casaca escarlata que le había hecho una bayoneta francesa en Vitoria.
–A propósito –intervino el teniente Harry Price, que había desenvainado la espada al salir del pueblo e iba dando sablazos a la hierba que cubría el camino–, ¿nos va a dar algún permiso, señor?
–Usted no quiere un permiso, Harry. Se metería en problemas.
–¡Todas esas chicas de Londres! –exclamó Price con tristeza–. ¡La mayoría no conoce a un héroe como yo! Regresa de la guerra y... ¿A qué le está usted sonriendo, sargento?
Harper lucía una amplia sonrisa.
–Lo estoy pasando estupendamente, señor.
Sharpe se echó a reír. Empezaba a creer que ese viaje era totalmente innecesario. Estaba convencido de que la carta de lord Fenner era un error; seguro que habría reemplazos esperando en Chelmsford.
En Londres, Sharpe visitó a la Guardia Real haciendo constar su presencia a las autoridades, y el secretario que había en el polvoriento despacho le confirmó que el segundo batallón estaba en Chelmsford. El hombre no pudo darle una explicación de por qué ahora era llamado batallón de reserva y, hastiado, le había sugerido que tal vez era una conveniencia de tipo administrativo. Lo único que le podía confirmar era que se destinaban raciones y pagas para setecientos hombres.
¡Setecientos hombres! Semejante número le había dado esperanzas. Ahora estaba seguro de que el segundo batallón estaba salvado, de que en el espacio de unas semanas, incluso días, él conduciría a los reemplazos hacia el sur, hasta Pasajes. Caminaba hacia el cuartel con grandes esperanzas. Su optimismo crecía con el esplendor de aquella campiña en verano.
Parecía un sueño. Sharpe sabía que Inglaterra estaba tan llena de mendigos, barrios bajos y horrores como cualquier ciudad de España; sin embargo, después de las llanuras de León o las montañas de Galicia, ese paisaje parecía como un anticipo del cielo.
Atravesaban una Inglaterra repleta de comida y de suave vegetación; un país de estanques, ríos, riachuelos y lagos. Un país de mujeres de mejillas rosadas y hombres gruesos, de niños que no se mostraban cautelosos con los soldados o los extraños. Resultaba anormal ver gallinas picoteando en los bordes del camino tranquilamente, sin que los soldados les retorcieran el pescuezo; ver vacas y ovejas que no corrieran peligro por parte de los oficiales de intendencia; graneros sin vigilancia, y las puertas y ventanas de las humildes casitas sin estar destrozadas para alimentar las hogueras, ni marcadas con los jeroglíficos hechos con tiza de los sargentos de alojamiento. Sharpe se dio cuenta de que consideraba cada colina, cada bosque, cada curva del camino como un lugar para combatir. Aquel seto, con el sendero hundido detrás, sería un lugar peligroso para la caballería, mientras que un prado abierto que se elevaba hacia una granja sobre una suave co