—¿Conoces el cuento de la rana y el escorpión?
—¿Por qué no te callas, Janin? Llevas toda la noche hinchándome la cabeza.
—Es que eres muy aburrido. Tú y todos los demás. Nada que ver con los polis de la tele.
El inspector Portusach consultaba el informe que había sobre la mesa, pero de pie, sin bajar la guardia. Janin no se daba por vencida, lo bombardeaba con comentarios fuera de lugar o con observaciones absurdas, pero él ya conocía todas las técnicas de distracción habidas y por haber. Era gordo y pasaba de los sesenta años, había comido demasiada mierda durante demasiado tiempo y a estas alturas se sentía por encima del bien y el mal. Esa mujer no lo ponía nervioso. Había conseguido poner nervioso a su compañero, el inspector Sánchez, quien había acabado golpeando la ventanilla del coche ante la inagotable palabrería de ella y la retahíla de preguntas sin sentido. Portusach tampoco había caído en la trampa de la seducción, al contrario que el comisario o incluso Gema, la agente que había custodiado a Janin en el reconocimiento médico y que había quedado fascinada por ella.
Portusach solo sentía curiosidad: no era habitual que una mujer terminara matando no a uno, sino a los dos asaltantes de su casa. Leía el informe por encima de las gafas sin sentarse en el taburete, manteniéndose alerta, como si ella, esposada de pies y manos a la silla, pudiera echar a correr en cualquier momento.
—Bien —dijo al fin, y se abandonó sobre el taburete con tanta confianza que este se desestabilizó y casi le hizo caer.
—Tienes que adelgazar, Portu.
—No vuelvas a hablarme como si nos conociéramos.
—¿Te sabes el cuento de la rana y el escorpión?
La miró con paciencia. Estaba cansado. Ella, en el fondo, también lo estaba, y descansaron la mirada el uno en el otro, como si realmente fueran viejos amigos.
—Ya no tienes edad para estas cosas —dijo ella.
—Tú tampoco, Janin. Estas cosas —y cogió el informe de la mesa—, estas cosas las hacen los chicos de veinte años que se han criado en la calle, que solo han visto porquería y miseria. Pero ¿tú?
—¿Insinúas que esos dos tenían derecho a asaltar mi casa, pero yo no tengo derecho a defenderme porque soy una mujer que pasa de los treinta y cinco?
—Oh, Dios mío. —El inspector se fregó la cara y respiró hondo.
—¿Qué pasa? ¿Que si tienes dinero ya no puedes matar a nadie?
—Janin, no. Solo quiero decir que no debiste llegar tan lejos.
—Cierto, no deberíamos haber ido a la ciénaga, fue un error hacerle conducir tanto tiempo.
Portusach se quedó de una pieza.
—Te secuestró, Janin.
—Fue un error conducir tanto tiempo —repitió ella.
—De acuerdo, fue un error.
Ella asintió con la cabeza varias veces, satisfecha de que él le diera la razón.
—Sí —prosiguió Portusach, tirando de la cuerda—. Sí. Supongo que actuaste con bastante coherencia. Yo soy un hombre y voy armado. Pero quiz