: Víctor Hugo Pérez Gallo
: Confabulados con Dios
: Edhasa
: 9788435046831
: 1
: CHF 10.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 432
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Corre el año 1124. No hace tanto que la villa de Valdehorna ha sido reconquistada por el joven reino de Aragón cuando, para sorpresa y angustia de sus habitantes, una fría mañana de diciembre encuentran que la virgen negra de su pequeña iglesia ha sido robada. Lo peor, sin embargo, sólo lo conocen unos pocos: en su interior se oculta un documento que podría hacer tambalear el poder del rey. Sin dudarlo, el señor de Valdehorna encarga su búsqueda a su hijo bastardo, Pedro Lázaro, y a su escudero, Fernando, veterano de las algazaras contra los moros. Pero ni Said, el insigne almorávide, ni Galindo Sánchez, temido rector de la Cofradía de Belchite, ni Diego López de Haro, enemigo acérrimo del rey Alfonso, tienen la intención de permitir que cumplan su misión. Y, además, poco a poco empezarán a sentir que unos seres que consideraban de leyenda, antiguos terrores que creían olvidados, parecen haber salido de sus escondrijos y se mezclan ya de nuevo entre ellos... Ésta es la historia de unos hombres confabulados con un dios que no fue el que conocieron en su infancia, un dios que no es el cristiano, pero que les otorga las victorias en batalla. Un dios que, además, es celoso. Y, así, el medioevo cristiano se tambalea por el filo de un alfanje almorávide.

Víctor Hugo Pérez(San Fernando de Nuevitas, Cuba, 1979) es doctor en Ciencias Sociológicas. Narrador y ensayista, es profesor de la Universidad Internacionalde la Rioja (UNIR) y de Escritura Creativa en la UNED. Como autor, tras haber participado en diversas antologías, ha publicado el libro de relatos La eternidad y el peligro de morir (La Luz, 2011), la novela ucrónica Los Endemoniados de Yaguaramas (2014) y El mar por el Fondo (E. Rialta, 2019). Confabulados con Dios (Edhasa, 2024) es su primera novela histórica.

CAPÍTULO I

Algo más que una virgen negra

Aldea de Valdehorna, sureste de Daroca, Aragón.

Finales de diciembre, año del Señor de 1124

La habían robado durante la fría madrugada. O tal vez amaneciendo. Nadie lo sabía a ciencia cierta, y los que podían saberlo estaban degollados. Sus cabezas habían quedado allí, apenas unidas al cuello por una fina tirilla de piel. Ya la sangre se había congelado, mezclada con la sucia nieve de la calzada que llevaba a Daroca, cuando con las primeras luces se hallaron los cadáveres rígidos frente a la destrozada puerta de la pequeña iglesia del villorrio de Valdehorna.

Meditando sobre las consecuencias del hurto, escupió en el suelo, acongojado. El robo significaba el fin del reino de Aragón, Sobrarbe y Navarra. O, dicho con más claridad: la pérdida encarnaba la muerte de Alfonso I; imaginó con creciente pánico la horrible cacería que se desataría contra todos sus seguidores, serían perseguidos por todo el reino por rencorosos moros y falsos cristianos, vendidos por los prestamistas judíos, acosados hasta exterminarlos, torturados en los fríos páramos de toda la región, desde las orillas del Ebro hasta los Pirineos aragoneses. Se perdería la recién conquistada Zaragoza, la gran Huesca y todo el valle del Ebro. Sería así con seguridad, pensó angustiado y mirando de soslayo la copa medio vacía que apenas sostenía en su mano temblorosa; y, lo más importante, al fin y al cabo, ese robo simbolizaba su propia muerte, recapituló ahora mucho más agobiado e intentando escupir de nuevo, inútilmente, sin poder despegar los labios de su boca pastosa, atiborrada ahora de una repulsiva saliva amarga.

Sudaba a chorros, aunque la habitación era más bien fría. Contemplando sin interés el pataleo de los dos ahorcados a través de la pequeña ventana se bebió de golpe el último trago de vino. Sabía a hiel. Paladeó haciendo un mohín de desagrado y aguantando a duras penas el deseo de estrellar la copa contra la pared cubierta de los caros tapices bordados con plata. Volvió la vista nuevamente a los muertos, los observó sin placer, detallando sus desnudeces, los ridículos miembros aún bailando en sus últimos espasmos de vida, zarandeados por el aire frío que bajaba de las montañas, desde más allá de las Cañadas y Val de la Parra. Abajo se veía con claridad la oscura mancha en la nieve del último orine de los ejecutados. Es triste morir encharcados en nuestra propia orina. Alzó la mirada hacia las lejanas cumbres nevadas, como buscando la respuesta a su grave problema, acongojado por la terrible pérdida. Pero su preocupación no era la simple ejecución de estos dos necios, dos patanes menos no hacen la diferencia, el problema era más grave: la Virgen de la Cabeza había desaparecido. No se había desvanecido por arte de un milagro: la habían hurtado alevosamente la noche anterior, sacándola de la hornacina principal de la pequeña iglesia adosada al muro exterior de su modesto castillo. Con esa facilidad también le hubieran podido rebanar el cuello cuando dormía, aunque hubiera sido preferible que lo degollaran, pensó afligido. Era mejor ahogarse en su propia sangre a que le robaran la condenada virgen negra, suspiró mientras veía con satisfacción cómo ahora se resistían, clavando los pies en el suelo, dos hombres más que arrastraban a la horca; dos hombres vestidos con un taparrabos, dos pobres diablos que de repente ya colgaban, repitiendo idénticos movimientos de agonía que los anteriores. Su derecho al pataleo. Orinándose también en el último estertor. ¿Cuántas veces había visto esta escena? No lo sabía. Si le dieran un solo mancuso de oro por cada hombre que hubiera ahorcado o acuchillado sería más rico que el emir de Granada. Llenó otra copa de vino y siguió deleitándose en la contemplación de la agonía de los nuevos ahorcados. Una pequeña alegría en ese malhadado día. Cuatro patanes menos no hacen la diferencia, ponderó con placer, mientras sopesaba en su fuero interno si también debería estrangular al gordo tabernero de Dar