Capítulo 1
Avistaron África cerca del mediodía. La bruma se disipó y los yates de los millonarios europeos surgieron de la nada con banderas de Sotogrande y los destellos de sus copas y vasos. Los temporeros de la cubierta superior se cargaron los fardos al hombro, animados por la idea de volver a casa, y la ansiedad de sus rostros fue desvaneciéndose poco a poco. Quizá solo fuese el sol. Los coches de segunda mano hacinados en la bodega empezaron a calentar motores mientras los niños correteaban con naranjas en las manos. La costa africana proyectaba una energía magnética que atrapaba al transbordador de Algeciras. Los europeos adoptaron una actitud expectante.
La pareja británica que tomaba el sol en las tumbonas se sorprendió de la altitud del terreno. En las cimas se alzaban antenas blancas que parecían faros de alambre y elverdor aterciopelado de las montañas incitaba a alargar elbrazo para tocarlas. Las columnas de Hércules habían estado cerca, allí donde, en realidad, el Atlántico anega el Mediterráneo. Hay lugares destinados a parecer portales que te atraen con una fuerza inevitable. El inglés, un médico de cierta edad, se protegió los ojos con una mano cubierta de vello pelirrojo.
A simple vista pudieron distinguir las serpenteantes carreteras que probablemente estaban allí desde tiempos de los romanos. David Henniger pensó: «Quizá este trayecto será más fácil de lo que creíamos. Quizá hasta sea agradable». Un altavoz próximo al mástil emitió unas notas de raï, el hip-hop parisino. Miró a su mujer, que leía un periódico español pasando las páginas con indiferencia, y luego echó una ojeada al reloj. La gente saludaba desde la ciudad cada vez más próxima, levantaba manos y pañuelos, y Jo se quitó las gafas de sol para ver dónde estaba. David admiró la franca confusión de su rostro.L’Afrique.
Fueron a tomar una cerveza al Hôtel d’Angleterre. No hacía calor y el aire todavía conservaba la humedad de la bruma recién disipada. Timadores y apuestos «guías» revolotearon a su alrededor mientras el sol impregnaba la terraza de un olor a barniz, pimienta en grano y cerveza desbravada. Un humor risueño dominaba a los expatriados desaliñados y sus correspondientes parásitos, que tomaban nueces con cáscara y ginebra fría. Fuimos los bohemios más formidables, decían sus rostros a los recién llegados, y ahora somos unos desgraciados encantadores y dicharacheros porque no nos queda más remedio.
Los Henniger habían organizado el alquiler del vehículo mediante un agente que correteaba de aquí para allá con llaves y contratos, y mientras esperaban, tomaron cervezas con granadina ycigaresfritos de queso de cabra. David todavía no se había formado una opinión. Las fachadas francesas daban solidez y sombra a las calles; las chicas eran gráciles, insolentes y de mirada insinuante. No estaba mal.
—Me alegra que no nos quedemos—dijo ella, mordiéndose el labio.
—Nos quedaremos a la vuelta. Será interesante.
David se quitó la corbata. Sintió que sus ojos volvían a la vida y se preguntó si Jo notaba sus leves cambios de humor. «Me gusta. Me gusta más que a ella. A lo mejor podemos quedarnos unos días más, después del fin de semana», pensó.
De camino a Chauen no hablaron. El coche de Avis Tánger era un viejo Camry de frenos gastados y tapicería roja rasgada. David conducía con las manos enfundadas en guantes de cuero y esquivaba nerviosamente a las mujeres tocadas con sombreros de paja que infestaban el arcén guiando a sus mulas con palos. Arreciaba el calor en la larga carretera bordeada de rocas y naranjos. Ladera arriba se alzaban los suburbios, los precarios bloques de viviendas y las antenas que decoraban cualquier ciudad con unos ingresos medios. No se veía el principio ni tampoco el fin. Solo se insinuaba el olor a mar.
Todo era polvo. Siguió conduciendo obstinadamente, empeñado en salir de la ciudad cuanto antes. La luz que llevaba soportando todo el día le había cansado la vista, y lacarretera se había reducido a un resplandor geométrico repleto de movimientos hostiles: animales, niños, camiones, destartalados Mercedes que llevaban treinta años funcionando.
Los suburbios de Tánger eran una ruina, pero los huertos seguían allí. Y también los limoneros y los oli