: Sybille Bedford
: El legado
: Gatopardo ediciones
: 9788417109134
: 1
: CHF 9.40
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 320
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En Alemania, a comienzos del siglo xx, en un momento crucial de la historia europea, dos familias están relacionadas por el matrimonio: los Von Felden, aristócratas católicos, terratenientes del sur de Alemania, y los Merz, la gran burguesía judía de Berlín. Entre la fantasía de los unos y el sentido del deber de los otros, Bedford traza un magnífico retrato de unos personajes que asisten, zarandeados por su locura y su ceguera, a un mundo que se desvanece poco a poco, la Alemania recién unificada y el militarismo prusiano en las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial.

(Sybille von Schoenebeck) nació en 1911 en Charlottenburg (Alemania), en el seno de una familia aristocrática. Se educó en Italia, Inglaterra y Francia. Tras estallar la Segunda Guerra Mundial, se trasladó a Estados Unidos, donde trabajó como traductora. Para entonces, su fugaz matrimonio de conveniencia con Walter Bedford, un oficial del Ejército británico, había llegado a su fin. En 1956 publicó El legado, la primera de cuatro novelas de carácter autobiográfico: Favorita de los dioses (1963), Un error de orientación (1968) y Fragmentos de vida: una educación nada sentimental (1989). Escribió también memorias y relatos de viajes. Y es autora de una extensa biografía sobre Aldous Huxley. Murió en Londres en 2006.

Introducción

Empecé a escribir esta novela como un deber sagrado durante un caluroso agosto romano, en 1952. Había cumplido los cuarenta años y el deber sagrado no tenía nada que ver con la historia, que debía de llevar décadas arrinconada en mi cabeza, sino con el hecho de que Victor Gollancz hubiera aceptado el texto mecanografiado de un libro de viajes en el que estuve trabajando los dos últimos años, y con mi convencimiento de estar alcanzando al fin el tan glorificadométier d’écrivain. Escribir, ser escritora, fue mi auténtica aspiración desde que tuve uso de razón, que fue a una edad temprana. Mis aptitudes fueron más tardías. El balance de mi pasado literario se componía —además de algún que otro ensayo pretencioso— de tres novelas, cada una un poco menos decepcionante que la anterior, tal vez, y cada una rechazada (tras esperanzadoras vacilaciones por parte de las editoriales). Y cada rechazo iba seguido de otro año, o más, de dudas, desesperación y desidia. Con la misma ingenuidad consideré entonces el prometido salto a la imprenta —que, de hecho, no sucedió hasta la primavera siguiente— como un giro radical ya consumado: el telegramaGOLLANCZACCEPTELIVRE (¿en francés como solución intermedia para las oficinas de correos inglesa e italiana?) me llegó mientras regaba, como todas las tardes, mis fragantes enredaderas en el terrado romano; me santigüé (por ritual más que por religión) y, como el caballoBoxer deRebelión en la granja, dije en voz alta: «Me esforzaré más», y le di una propina al mensajero. Ya era escritora.

Lo que hace un escritor esescribir. Se acabaron las dudas y la haraganería, por difícil que pudiera ser, y el cielo sabe que fue, es y será siempre muy difícil para mí. Así que…

Sin embargo, aún quedaban otras tareas antes de que la nueva conciencia permitiera enrollar esa hoja en blanco en el carrete de mi máquina de escribir. Tareas, precisamente, en papel: cartas por contestar, trabajo pospuesto, la gigantesca labor de escribir a Ivy Compton-Burnett… Yo admiraba profundamente su trabajo, y me había referido a él como «un secreto inglés» ante los editores de laPartisan Review, la publicación mensual neoyorquina, quienes me habían encargado un artículo con ese título y de la extensión que quisiera. Eso fue en 1947. El artículo fue considerado improcedente, y no vio la luz. Sin embargo, cinco años más tarde, Ivy no era ya ningún secreto, ni siquiera en América: cualquier cosa que hubiera escrito sobre ella no le habría aportado gran cosa a su público. Aun así, el reconocimiento siempre es bienvenido (como podría haber dicho ella misma), de modo que, arrepentida, me senté un día canicular tras otro a escribirle: «Estimada señorita Compton-Burnett», con el fin de explicarle mi descuido y realizar un minucioso comentario sobre cada una de sus siete (¿o eran ya nueve entonces?) novelas publicadas. La carta tenía una extensión de treinta páginas. (Y resulta que la guardó: sus biógrafos han citado fragmentos.) Me había supuesto un tiempo que, por aquel entonces, no podía permitirme, pues parte de la penitencia estribaba en la renuncia a toda remuneración, algo que necesitaba desesperadamente. No tenía dinero, ni fuente de ingresos, procedieran o no del trabajo, salvo la generosidad de unas amistades fieles. Aquello no iba a durar demasiado (dejemos de lado