Capítulo 1
En lo alto de la ladera que dominaba el puerto, durante las secas mañanas de junio, los Codrington dormían en su casa a la sombra de los cipreses y de los toldos desplegados sobre las puertas. Yacían en espléndidos pijamas entre sus iconos bizantinos y sus pinturas de capitanes de barco hidriotas sin saber que su hija Naomi, que solía levantarse temprano para ir a nadar, se estaba vistiendo en su fresca habitación, una hora antes de que saliera el sol. Reflejándose parcialmente en el espejo del tocador, se puso una camisa de batista de puño doble y una gargantilla de cuero, se echó una bolsa vaquera de playa al hombro y bajó la escalera encalada que había detrás de la casa paterna. Se dirigió al puerto bajando por estrechos peldaños en espiral, entre rellanos protegidos por verjas de hierro y vistas repentinas del mar donde los arcos de piedra conservaban el frescor nocturno, terrenos con sus carteles de «Poleitai» y dormitorios conyugales ahora abiertos al cielo, repletos de mariposas inmóviles.
Ya en el pueblo, Naomi pasó ante el hotel Miranda, su ancla encadenada a la pared y su puerta que se abría a un jardín secreto bañado en el resplandor azul de los plumbagos. Había un sacerdote sentado en la escalera, como si esperara algo, y la saludó con un gesto de la cabeza. Se conocían, pero no sabían sus nombres. La inalterable barba sagrada, la chica que un verano tras otro andaba con pasos silenciosos, ajena a lo que ocurría a su alrededor. En el pequeño puerto, pasó entre los yates de precios desorbitados sin detenerse en los cafés. Ascendió por el puerto turístico y llegó a un sendero sobre el mar. Al principio siguió andando en silencio, calzada con sus alpargatas, pero luego empezó a cantar y a contar sus pasos. Dejó atrás un muro con una hilera de cañones encastrados, el monumento a Antonios Kriezis, y las pitas rasgadas por el viento que se alzaban como tótems en la ladera. Resiguió la costa hacia el norte por un sendero que llevaba a la pequeña bahía de Mandraki, un lugar cuyas aguas nunca se movían, según su madrastra griega. No había conseguido averiguar por qué había montones de maquinaria oxidada a un lado del sendero; calderas, vigas y hormigoneras abandonadas entre las flores desde hacía mucho tiempo. En lo alto de la colina que domina Mandraki se alzaban varias casas imponentes rodeadas por largos muros, con aldabas torneadas como cabezas de Atenea. Abajo, en la bahía, estaba el Mira Mare, un resort destartalado a cuya playa habían arrastrado un pequeño hidroavión de ventanillas cubiertas con parasoles. Detrás de la playa habían plantado hileras desordenadas de sombrillas sin la cubierta de paja; pero después de Mandraki el camino seguía sin contaminar. Serpenteaba hacia Zourva entre laderas cubiertas de matorrales y grandes campos de rocas que descendían al mar entre un viento abrasador. Antes de que el sol saliera para iluminarla, el agua era casi negra. Y allí nadaba siempre Naomi, a veces casi esperando morir, hasta que se le entumecían los dedos y tenía demasiado frío para continuar.
Sus padres no sabían nada de sus zambullidas matutinas, ni falta que hacía. ¿Qué le habrían dicho? Para ellos, la soledad carecía de valor. No habrían entendido que todas las mañanas ella sintiera la misma expectación apática e imprecisa, la misma insatisfacción con el ritmo del mundo tal como ella lo conocía. A veces pensaba que había internalizado aquella decepción perpetua desde la infancia, aunque no pudiese identificar sus motivos inconscientes. O quizá fuese la isla. Los veranos interminables, las tardes demasiado calurosas para emprender actividades puramente animales. Y, peor aún, los viejos bohemios con los que se relacionaban su padre y su madrastra. La asombrosa vacuidad ni siquiera la aburría; hacía que se sintiera superior al hedonismo de la isla, pero sin llegar a sugerirle ninguna alternativa.
Después se secaba en las rocas, entre las avispas, y escribía en su pequeño diario mientras al otro lado de los estrechos se insinuaba la prometedora sombra del continente. Argólida y el muelle de Metochi en la otra orilla de la bruma, demasiado lejanos para la vista. A eso de las ocho solía regresar al resort de Mandraki para tomarse un café. Por encima de la bahía, un santuario blanco resplandecía con los primeros rayos del sol en las laderas desnudas. Cuando era niña se imaginaba que allí vivían santos, ermitaños zarandeados por los vientos, pero nunca habían aparecido. Los chicos que colocaban las sombrillas y las correspondientes tumbonas en la arena la conocían y ya habían dejado de coquetear con ella; ahora la observaban con hosco escepticismo porque, cientos de veces, había rechazado sus insinuaciones.
Contempló las hileras de toallas azul marino extendidas so