1. Wang Lang
Todo deseo es sufrimiento.
Proverbio budista
Hace algunos años viví en un barrio llamado Wang Lang. Desde donde me encuentro ahora, contemplando los trenes que cruzan Manhattan por el puente de Brooklyn, aquel balcón de Bangkok con vistas al río se me aparece como un pedazo de paraíso perdido para siempre, desmontado y almacenado en un recóndito rincón de mi mente, condenado a pudrirse. A esta misma hora en que Nueva York parece estar saturada de un dramatismo amenazador y de colores artificiales, el río Chao Phraya está repleto de monjes afables que pasean en taxis acuáticos. Las dos ciudades no podrían ser más distintas. Allí, el crepúsculo es de color azafrán. El río ofrece paz. Los monjes desembarcaban en el muelle de Wang Lang con sus sombrillas y sus tradicionales rosariosmala de ciento ocho cuentas, que corresponden a las ciento ocho pasiones del hombre enumeradas por Avalokiteshvara. Reparaban en elfarang que se tomaba un gin-tonic en el balcón y le dirigían una mirada divertida y distante, como preguntándose: «¿Es eso un hombre solo?». La mirada de Buda cuando brinda protección con su mano izquierda levantada,abhaya.
Allí prefería la noche. Los días resultaban demasiado calurosos y a mí sólo me gusta el calor sin sol. Era un caminante nocturno. Se trataba de una soledad elegida y calculada: recorría las calles hasta altas horas de la madrugada, merodeando como un mapache. Acabó gustándome el olor a albahaca seca y humo de marihuana que Bangkok parecía expulsar por unas narices invisibles; me gustaban las chicas que se cruzaban conmigo en la oscuridad, diciéndome «¿Bai nai?» como si las palabras fuesen monedas lanzadas al aire en un bar. Me gustaba la feroz decadencia de la ciudad.
Me despertaba de la siesta en una pequeña habitación blanca del complejo de apartamentos Primrose. Apenas tenía nada: un Buda barato del mercado de Chatuchak, un anaquel. Y también una alfombra de la India. La vida es simple cuando estás sin blanca. Me preparaba un gin-tonic en el balcón y saludaba a los monjes. Mis días estaban deliberadamente vacíos, no tenía trabajo y me había dado a la fuga. «On the lam», como decían los antiguos gánsteres americanos. Según mi diccionario Webster’s,lam significa «huida precipitada». Sí, había salido huyendo por piernas. Era un fugitivo.
Al otro lado del pasillo vivía un inglés llamado McGinnis. No sabía si se trataba de un nombre real o ficticio. Se percibía en él cierta afectación de clase alta, un físico huesudo, desprovisto de músculo, e iba vestido con ese lino blanco pasado de moda desde hacía lustros. McGinnis vendía aparatos de aire acondicionado en centros de convenciones y hoteles de Bangkok, un próspero negocio en aquella ciudad sofocante, y decía que en sus ratos libres se dedicaba a recopilar una guía de bares para enriquecer las vidas ajenas. A esa hora parecía un gato sucio, sentado en su balcón, mientras bebía despacio una cerveza Singha combinada con algún licor de frutas y comía aceitunas. Me miraba y sonreía, como si acariciase un gato además de serlo. Al otro lado se alojaba un español llamado Helix. Helix, no Félix. O, al menos, eso creía haber oído. Helix el artista, que pintaba frescos en los bares de esos mismos centros de convenciones y hoteles. Ambos representaban un ejemplo paradigmático del tipo de hombre profundo y con talento que se puede encontrar en Bangkok.
Había más. En la planta baja vivía otro extranjero, un escocés mayor llamado Farlo que regentaba un hostal rústico para tipos aventureros que había construido él mismo, en Camboya. Era de Dundee, había sido paracaidista del ejército británico y llevaba la boina ladeada. Su cabeza albergaba un pedazo de metralla de la guerra de Angola. Metralla cubana. No convenía cruzarse con él en el pasillo de noche, cuando iba borracho. Te agarraba del brazo y decía: «Hora de cascársela, hijo».
Todas las noches, a las seis, cuando salía a la calle perfumado por una ducha fría, me sentía como John Wilmot, el conde de Rochester. Las puertas de los apartamento