: Lawrence Osborne
: Cazadores en la noche
: Gatopardo ediciones
: 9788417109837
: 1
: CHF 8.90
:
: Krimis, Thriller, Spionage
: Spanish
: 352
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Robert, un joven inglés de vacaciones en el Sudeste Asiático, tras ganar una pequeña fortuna en un casino de la frontera entre Camboya y Tailandia, decide no regresar a su monótona vida de profesor en Sussex. Permanece en Camboya y vive a la deriva como tantos otros miles de expatriados occidentales que «cazan en la noche», buscando la felicidad en un mundo lleno de supersticiones que nunca lograrán comprender del todo. Sin embargo, el dinero «maldito» ganado en el casino activará una cadena de acontecimientos en la que toman parte un distinguido americano con un turbio pasado, un maletero repleto de heroína, un taxista buscavidas y la atractiva hija de un acaudalado médico camboyano. Sobre el trasfondo asfixiante de un país traumatizado por la barbarie de los jemeres rojos, Lawrence Osborne reflexiona sobre las maquinaciones ocultas del destino que hacen de todos nosotros unos «cazadores en la noche».

Nació en Inglaterra en 1958. Estudió Lenguas Modernas en Cambridge y Harvard. Vivió en París, ciudad donde escribió su primera novela, Ania Malina (1986), y también el libro de viajes Paris Dreambook (1990). Posteriormente llevó una vida nómada; vivió en Nueva York y después en México, Estambul y Bangkok, ciudad donde reside en la actualidad. En 2010 obtuvo el Premio Napoli. Gatopardo ediciones ha publicado de este autor El turista desnudo (2017), Bangkok (2018), Cazadores en la noche (2019), Los perdonados (2020), Beber o no beber (2020), Perversas criaturas (2021) y Maldita suerte (2022). Su novela más reciente es The Glass Kingdom (2020).

Capítulo 1

Llegó a la frontera cuando la luz empezaba a atenuarse, con los últimos emigrantes que arrastraban sus cajas atadas con cuerdas, los jugadores del casino que viajaban en autobuses climatizados y los exiliados fugaces que volvían a su país cargados con microondas y reproductores de DVD. Al llegar a la frontera, nadie se salvó de ponerse en fila bajo la llu­via. Los jugadores se quejaron de aquel trato desconsiderado mientras abrían los paraguas de plástico que les había facilitado la agencia de viajes; consideraban indignante que los casinos del otro lado de la frontera no gestionaran mejor las cosas. Entretanto, sus zapatos de Bangkok empezaron a hundirse en el barro color café. El terreno que separaba los dos puestos fronterizos se había llenado de charcos y de buitres que esperaban la llegada de dinero. Allí estaban los timadores y los taxistas, fumando en silencio mientras observaban a sus presas. El funcionario del puesto de control tailandés le marcó la tarjeta de salida, le devolvió el pasaporte y le indicó que avanzara hacia el otro puesto fronterizo iluminado por los focos voltaicos.

Los conductores empezaron a hacerle señas y a gritarle con los brazos levantados, pero él no oyó lo que le decían. Aunque viajaba ligero de equipaje y le envolvía un aura de pobreza, era blanco y, por tanto, acaudalado a ojos de los locales. Se refugió bajo las marquesinas de la nación opuesta y entregó de nuevo su pasaporte a los hombres que se hallaban parapetados tras una ventanilla mugrienta. Había cuatro ventanillas y los funcionarios no parecían demasiado complacientes: les pesaba la mirada. En los desnudos cubículos de cemento vio mesas con termos y televisores apagados. El nuevo rey, vestido con su uniforme blanco, ocupaba un lugar de honor en las paredes.

—Turista —dijo, y tuvo que pagar dos dólares más porque no llevaba ninguna fotografía para el visado. Contó sus baht, deslizó el sucio dinero sobre la mesa y los funcionarios introdujeron un gran visado verde en su pasaporte antes de devolvérselo con displicencia. Tenía un mes para deambular por aquel reino frondoso y agradable. Pasó el primer minuto contemplando las luces de neón de los casinos, el crepúsculo y los hombres que gesticulaban para llamar su atención.

Los charcos, iluminados por los focos, también se habían vuelto verdes. Avanzó, esquivándolos con cuidado, mientras la lluvia le empapaba el sombrero de paja y la bolsa que llevaba al hombro.

—¡Señor, taxi! —gritaban los hombres mientras se dirigían a sus respectivos coches de fabricación japonesa, grandes y destartalados. Obligado a escoger uno al azar, se decidió por un conductor con un Toyota y un paraguas que por siete dólares lo llevaría a Pailín. Las luces rojas y azules del casino Diamond Crown brillaban en lo alto, pero estaba cansado y no le apetecía probar suerte en las mesas. Decidió que volvería la noche siguiente.

Se sentó en el asiento trasero y se bebió la botella de té frío que había comprado a los vendedores ambulantes de la frontera. Una capa pegajosa de polvo rojo cubría los arcenes, y en la oscuridad vislumbró unas colinas verdes salpicadas de árboles aislados de aspecto milenario. Campos de mungo y de greñuda caña de azúcar. Soplaba el viento, y el cielo se desgarraba en nubarrones entre los que asomaba la luna. El escenario de un desastre, o de un desastre inminente. La tierra, de un negro metálico, despedía un olor pringoso y enmohecido. Como sólo le quedaban cien dólares, le indicó al conductor que lo llevase a un lugar barato para pasar la noche, uno cualquiera. Éste volvió un instante la cabeza para