«Ya nadie quiere
trabajar»
Es difícil señalar cuándo apareció el primer indicio, pero en la primavera de 2021 estaban por todas partes. Las redes sociales se llenaron de fotografías en las que aparecían anuncios hechos a mano, es de suponer que por los propios gerentes, pegados a los menús de los autoservicios y en las puertas de los restaurantes. A menudo con faltas de ortografía, pero no era esto lo que los hacía repulsivos, si bien la mala redacción favorecía ese aire de vulgar esnobismo de clase que desprendían. Todos parecían repetirlo mismo de distintas maneras: las prestaciones por desempleo erantan elevadas que los desagradecidos trabajadores del sectorservicios no estaban dispuestos a regresar a sus puestos de trabajo.
Por supuesto, eran los mismos trabajadores que habían sido despedidos al principio de la pandemia de covid-19, a los que se había enviado a casa a cobrar el paro para que los jefes pudieran reducir costes. Precious Cole, una empleada de McDonalds en la ciudad de Durham (Carolina del Norte), se desentendía de la idea de que la ampliación de las prestaciones por desempleo constituyera un problema: «¿Quién querría regresar a un trabajo donde no recibe un trato justo, donde cobra un salario mísero y donde no están dispuestos a oír lo que esa persona tiene que decir?». Ella, como muchos otros trabajadores a los que se consideró «esenciales» mientras sus gerentes se replegaban tras las puertas de sus despachos, no había faltado ni un solo día al trabajo, no había dejado de servir comida. Porque fueron ellos los que sacaron el negocio adelante y cuya valentía fue brevemente ensalzada durante los primeros días terroríficos de la pandemia. Eran ellos los que habían estado expuestos al riesgo (Cole tuvo que guardar cuarentena después de que uno de sus compañeros diese positivo; aun así, no le ofrecieron ningún subsidio por enfermedad; además, vivía con su madre, a quien mantenía porque su estado de salud precario le impedía trabajar). Cole y sus compañeros abandonaron sus puestos de trabajo en señal de protesta, obligando al restaurante a cerrar sus puertas ese día en concreto. Hicieron falta dos huelgas, pero finalmente consiguieron diez días de baja remunerada por enfermedad.
Para Cole era evidente que las personas como ella habían ofrecido mucho más a su trabajo de lo que sus trabajos les reportaban a ellos. «Somos los que estamos en primera línea tomando las decisiones para tu empresa, los que preparamos la comida, los que tratamos con tus clientes maleducados y groseros sin perder la sonrisa. Somos los que cada día volvemos agotados a casa porque nos hemos deslomado a cambio del salario mínimo, o puede que algo más. No deja de ser insuficiente para vivir, para alimentar a nuestros hijos, apenas nos permite llenar el depósito de gasolina para ir y volver del trabajo».
Personas como Precious Cole, que preparaba comida para que la disfrutaran desconocidos, eran quienes más probabilidades tenían de morir de covid-19. Aunque la pandemia cambió las condiciones laborales de casi todo el mundo, algunos podían trabajar con seguridad desde casa. Cole y sus compañeros, mientras tanto, no tenían esta opción, y era precisamente su trabajo lo que permitía que otros se atrincherasen en sus casas. Trabajadores afroamericanos como Cole, junto con otras personas racializadas, tenían más probabilidades de enfermar que los empleados blancos que desempeñasen el mismo puesto.[1]
Cuando la primera edición de este libro fue a imprenta, nos encontrábamos en lo que aún no sabíamos que era el inicio de una pandemia que año y medio después continuaría en activo (que es cuando esta segunda edición fue a imprenta). En todas partes, los Gobiernos actuaron con una rapidez sin precedentes ampliando las prestaciones por desempleo, subvencionando a las empresas e incluso enviando cheques de ayuda a todos los ciudadanos. Los empresarios pagaban dos dólares adicionales a la hora en concepto de «peligrosidad» o, expresado de una manera más rimbombante, para compensar la «heroicidad» de aquellos que, como Cole, seguían acudiendo al trabajo. Sin embargo, a medida que pasaban los meses y la pandemia se iba alargando, esta paga extra empezó a desaparecer, y los trabajadores que antes habían sido alabados como héroes fueron exhortados a volver al lugar de trabajo. Los gobernadores a lo largo y ancho de Estados Unidos comenzaron a recortar los subsidios de desempleo, hasta el extremo de negarse a aprovechar la financiación federal ampliada im