I
Sol omnibus lucet
El sol brilla para todos
12 de julio del año 45 d. C. (798 de la fundación de Roma)
El ave, negra como mal agüero, voló de izquierda a derecha sobre el Quirinal.
Sus ojos de profundo azabache vigilaban el abigarrado mar de tejados extendido bajo sus alas, como prietas e inmóviles olas de terracota sobre las faldas de la colina. Apenas encendidas las primeras luces de la mañana, destacaban a su mirada atenta los edificios más altos y en ellos buscaba algo nutritivo con que iniciar la jornada.
Apreció movimiento sobre una de las casas más elevadas. Nada podía escapar a su escrutinio. Con un giro elegante, descendió para ver si pudiera resultar apetecible. Una piel de animal, perro con toda seguridad, se sacudía sobre las tejas rotas.
Con ser un pájaro inteligente, no alcanzó a comprender lo improbable de encontrar un podenco muerto a más de veinte metros de altura sobre las calles, así que descendió sobre ella con la esperanza de encontrar un jugoso cadáver bajo el maltratado pellejo.
Lo último que podía esperar era que el cuero se alzara cuando estaba a punto de alcanzarlo para dar paso a una muy viva y vociferante cabeza humana cubierta de pelo crespo.
Respondió a los gritos del muchacho con un graznido indignado y se alejó para volar más allá de las murallas.
–¡Joder, Ásino! ¿A qué viene ese grito?
–Era un cuervo, me ha asustado. Quería atacarme.
Cayo Licinio Graco, al que todos llamaban Ásino, por razones que más tarde descubriremos, se llevó la mano al pecho, como si pudiera así tranquilizar las incontroladas palpitaciones de su corazón.
Tenía medio cuerpo en el interior de la buhardilla que compartía con sus amigos. El resto, su asustada cabeza incluida, sobresalía del tejado por el hueco que abrieron entre el cañizo y las tejas al poco de alquilarla.
–Podía haberme sacado los ojos –jadeó.
–Si no quieres dormir, haz el favor de callarte. –Al dueño de la voz somnolienta no le importaban en absoluto las razones por las que lo había despertado de manera tan brusca–. Me has dado un susto de muerte.
–Habla más bajo, Bebio. Aulo llegó tarde ayer.
–Has sido tú el que ha gritado, no yo.
Tras un corto silencio, la voz del amigo concluyó con una risita:
–Habrá ligado esta noche.
–No seas malpensado. Le han encargado un fresco en la taberna donde trabaja Rutilio.
–Me importa una mierda lo que haga y con quien se acueste, siempre y cuando apoquine su parte del alquiler y la comida. –Ahogó un bostezo mal disimulado–. Y ahora, venga, entra de una puta vez y deja de incordiar, que hoy tengo trabajo
Cayo, obediente, volvió al interior. El cuchitril donde dormían los tres muchachos no disponía de otra luz más allá de la poca que pudiera entrar por el hueco que él ocupaba. Cubierto por la piel de aquel pobre perro atropellado, toda la iluminación quedó reducida a un tembloroso rayo de sol en