Capítulo dos
La Coruña: un mar plomizo y un cielo lloroso. Don José había abrigado recelo ante esa ciudad remota y pequeña en una provincia atrasada, pero no podría haber imaginado la fría y empapada realidad; al verla, se refugió en su húmedo alojamiento, consternado. Hasta no haberla experimentado en carne propia, un habitante del sur es incapaz de concebir la diferencia entre la civilización mediterránea, en la que se vive en gran medida al aire libre, y la del norte, en la que la gente se apiña en insociables grupos familiares, cada uno en su propia casa, para resguardarse del frío y de la lluvia.
El viaje había sido arduo en extremo, y prefiriendo no enfrentarse a los equinocciales vendavales de Finisterre y los horrores del golfo de Vizcaya, la familia abandonó el barco en Vigo, aunque eso significara coger el tren hasta Santiago de Compostela y la diligencia hasta La Coruña: ocho horas en un traqueteante vehículo de caballos atiborrado de gente, a medio camino entre carruaje y carromato, bajo la lluvia torrencial y con dos niños pequeños y un bebé; y con la carretera en un mal estado terrible.
El momento de la llegada fue poco propicio; habían abandonado Málaga con las uvas madurando al sol y la caña de azúcar crecida, quizá la temporada más encantadora del año, y llegaron a La Coruña a tiempo para el comienzo de las prodigiosas tormentas otoñales.
Toda esa escarpada costa del norte y noroeste de España se ve expuesta a fuertes vientos que arremeten contra ella a través de tres mil millas de océano Atlántico, trayendo consigo nubes bajas y vastas cortinas de lluvia; y el rincón noroeste está aún más expuesto que el resto. El índice de precipitaciones en Galicia es el mayor de toda la península, mil ochocientos milímetros anuales que caen en todos los rincones de Santiago, a diferencia de los setecientos de Londres o los mil doscientos de Nueva York. Cuando ni llueve ni sopla el viento, a menudo hay niebla, como si los elementos estuvieran totalmente enmarañados; y esa niebla se disuelve en una llovizna fría y penetrante que fluye sobre los acantilados de granito y las húmedas casas de granito. Durante el curso del año hay días agradables, en los que el sol asoma para iluminar las puras playas de arena y las profundas rías adquieren cierto encanto; pero entonces el calor incide en las algas podridas que los fuertes vientos y las furibundas mareas (desconocidas en el Mediterráneo) llevan hasta la línea de pleamar y alimentan enjambres de fétidas moscas. En cualquier caso, los Ruiz no vieron ninguno de esos días agradables en los primeros meses de estancia: otoño, invierno y primavera tenían que pasar despacio antes de que existiera alguna esperanza de ver el sol, tal como ellos entendían el término.
Semejantes horrores impresionaron profundamente al joven Picasso, como cabría esperar; pero, quizás aún más que la lluvia incesante, el viento, los fuegos de carbón, la niebla cargada de humo y el frío, lo dejó impresionado que en las calles la gente hablase una lengua diferente. Era la primera vez que se sentía extranjero, aislado; y, para muchos niños pequeños, la experiencia de oír otra lengua alrededor, que los convierte en intrusos, los excluye de la incesante e involuntaria comunicación de la masa de gente y los rodea de palabras secretas e incomprensibles, es muy inquietante. La lengua que se habla en La Coruña y en el resto de Galicia es el gallego, una suerte de variación arcaica del portugués, y, aunque se trata por supuesto de una lengua románica, hay españoles que no la entienden en absoluto. La gente también sabe hablar castellano, pero entre ellos utilizan el gallego; incluso en la actualidad, tras generaciones de servicio militar y educación obligatoria en castellano, muchos se comunican en su propia lengua, y en 1891 este hecho era mucho más generalizado. Las cifras de finales de siglo arrojan un total de un millón ochocientos gallegoparlantes entre una población total de poco menos de dos millones.
El contraste entre Málaga y La Coruña era enorme, pero podría haber sido equivalente en otros lugares de España, un país dividido por su geografía y su historia en unas regiones tan notablemente definidas que algunos de los primeros gobernantes adoptaron el título de emperador de las Españas, con énfasis en el plural. Navarra, Aragón, Castilla, León y Cataluña fueron en su día estados soberanos, así como Asturias, Extremadura, Jaén, Cordoba, Sevilla y algunos otros; y Galicia era uno de ellos, una entidad geográfica, económica y lingüística mucho más cercana en cuanto a costumbres y cultura a Portugal que a León o Castilla y habitada por una raza con reputación de fuerte, honesta, trabajadora, boba y poco refinada: la palabra «gallego» contaba con cierta difusión en el resto de España como término de reproche, con el significado de «grosero». Tradicionalmente, en ciudades como Madrid, eran los gallegos quienes transportaban el agua, el carbón y la leña, acarreándolos por innumerables tramos de escaleras.
Esa húmeda región que antaño fuera reino conservó, pues, su i