En el suburbio de una gran ciudad, noche cerrada de invierno, al abrigo de una casa rodeada de chabolas hechas de placas metálicas, uralita y cartones, el pequeño se sorprende al ver a su padre que ha venido a darle las buenas noches vestido con su traje, corbata y gabardina, listo para salir a la calle.
–¿Dónde vas?
– A hacer un aviso… voy ver a un niño que está malito.
–¿Puedo ir contigo? –El padre le explica con toda seriedad que no es posible porque en la calle hay perros enormes que le pueden morder…
–En cambio yo tengo unos zapatos grandes y puntiagudos, con los que les puedo asustar y se van corriendo.
El pequeño, dudando de aquella exageración, se inclina sobre el borde de la cama y descubre con asombro unos zapatones negros y queda totalmente convencido, tanto de la fuerza invencible de su padre como de su propia pequeñez. Desde entonces quiso tener unos parecidos, con suela de cuero que hiciera ruido al andar… y ser como su padre, capaz de salir en la noche para curar a alguien. Quizá fue ahí cuando empezó a fraguarse su deseo de ser médico, algo que no se ha extinguido, a pesar de los pesares y tras años de ejercicio.
Aquí se pretende realizar una propuesta ética que no es un ejercicio puramente especulativo, sino algo esbozado, experimentado y justificado desde la práctica clínica real. Está escrito por un clínico, con la mayor parte de su vida laboral desarrollada en un contexto de atención primaria en el servicio público de salud, aunque también en el sector privado y en el ámbito hospitalario. Se presenta