Prólogo
Berlín, 28 de enero de 1940
El coro y la orquesta llegaban ya al final de la repetición deFortuna Imperatrix Mundi. Con un movimiento último de su batuta, el director de orquesta puso fin a la interpretación e inclinó la cabeza como si estuviera exhausto. De inmediato, el público de la Philharmonie dejó escapar los vítores, y los aplausos resonaron atronadores en toda la sala. El director se volvió y parte del público se puso en pie, en una ovación. El resto no tardó mucho en seguir su ejemplo.
El doctor Manfred Schmesler suspiró al levantarse, muy tieso. Como la mayoría de los asistentes, llevaba puesto el abrigo y los guantes. La escasez de carbón en la ciudad había obligado a restringir el uso de la calefacción, así que después de una hora el aire estaba gélido, a pesar de que la sala estaba abarrotada. Schmesler se preguntó cómo habrían podido tocar los intérpretes en esas condiciones. Quizá la necesidad de concentrarse fuera suficiente para abstraerse de la helada atmósfera.
Notó una ligera presión en el brazo y se volvió hacia su mujer, Brigitte. Ella le dijo algo inaudible, luego carraspeó un poco y levantó la voz, mientras él aguzaba el oído en su dirección.
–Decía que han tocado de maravilla.
–Sí –respondió él–. Dadas las circunstancias.
Los aplausos continuaron mientras Wilhelm Furtwängler indicaba con un gesto a su orquesta que hiciera una reverencia, tras lo cual le llegó el turno al coro. Los aplausos fueron apagándose hasta dar paso al típico bullicio del público marchándose. Schmesler guio a su mujer hacia el exterior, junto con la pareja que los había acompañado, el abogado Hans Eberman y su esposa Eva. Los dos matrimonios se habían conocido unos meses antes, en una fiesta, y desde entonces compartieron algunos eventos sociales.
–Ha sido una suerte que las entradas fuesen gratis –les dijo Eberman.
Schmesler, que conocía lo suficiente a su amigo para notar la ironía, le sonrió. Desde que el Partido Nazi se hiciera con el poder, gran parte de los músicos y compositores del país habían tenido que partir hacia el exilio, lo cual hizo que los conciertos en la capital fueran bastante repetitivos. «Al menos nos hemos ahorrado una velada de Wagner», pensó Schmesler.
Mientras se dirigían hacia la salida, la gente buscaba los pañuelos, las bufandas y los sombreros con la intención de prepararse para el frío. Berlín se enfrentaba al invierno más duro desde que había memoria. Los canales y el río Spree estaban completamente congelados, y la nieve cubría toda la ciudad.
Parecía que la dura climatología se hubiese adecuado a que la nación estaba de nuevo en guerra. Schmesler, que había participado en el anterior conflicto, todavía conservaba en el recuerdo las cicatrices de lo vivido en el frente occidental. «La guerra que acabaría con todas las guerras», la habían llamado, y, sin embargo, apenas veinte años más tarde había estallado la siguiente. Y, con ella, el racionamiento de los alimentos y el suministro energético. En cuanto se ponía el sol, Berlín quedaba completamente inmersa en la más negra oscuridad.
La escasez cada vez más acuciante de carbón hacía que la calefacción fuera un lujo al que sólo unos pocos tenían acceso, sobre todo los miembros importantes del Partido Nazi o sus secuaces. Por fortuna, Schmesler era miembro. Al igual que otros profesionales, como Eberman, tuvo la