Pointe-Noire
Dormíamos en el gran mercado de Pointe-Noire con otros adolescentes que habíamos encontrado allí. Cada uno ocupaba un sitio y hacía como si fuera su propiedad, aunque antes de las cinco de la mañana teníamos que salir corriendo, porque a esa hora aparecían los comerciantes de todos los rincones de la ciudad, en camiones con el tubo de escape retumbando como petardos mojados. Sobre todo, teníamos miedo a los pescaderos y a los verduleros, que, los fines de semana de noviembre, llegaban como a las dos de la madrugada. Nos miraban desde lejos sin decir una palabra, y sólo su presencia ya nos daba escalofríos. Lo cierto es que la leyenda decía que no sólo vendían pescado y verdura, si no que con eso disimulaban sus brujerías. A partir del mes de noviembre, usaban el gran mercado como lugar de encuentro con los más malvados espíritus de Pointe-Noire. Intercambiaban las almas de las personas que se iban a «comer» en las celebraciones de fin de año. Pero no iban a descuartizar a esa gente y hervirla en una olla. Un pescado o una verdura representaban simbólicamente las almas en venta. Los vendidos caían, de la noche a la mañana, enfermos, y se morían sin que se supiera de qué, a pesar de toda la atención de los doctores y curanderos, que terminaban tirando la toalla. Sólo los feticheros presentes en el entierro «veían» con su tercer ojo que esa persona había sido «comida» y habían negociado su alma en el gran mercado y ya estaba perdida...
Esos pescaderos y verduleros nos lo ponían difícil. Nosotros nos quedábamos dormidos como osos, porque estábamos agotados, y nos olvidábamos de levantarnos temprano. Pasábamos todo el día dando vueltas de aquí para allá, robando carne asada a las mamás ancianas por las calles principales, hurtando electrodomésticos en los negocios de los marroquíes de la avenida de la Independencia para después dejarlos en los bares o enfrentándonos a pandillas rivales que cuestionaban nuestra presencia en la capital.
Si las otras pandillas tuvieron la desgracia de que los mellizos acabaran teniendo el control del gran mercado, fue porque la mayoría de la gente que nos encontrábamos por ahí se acordaba perfectamente de que le habían reventado el ojo a uno más grande que ellos. Pero creo que ésa no fue la razón principal que los colocó como los verdaderos cabecillas del mercado. Para mí fue sobre todo porque habían desafiado a ese que se hacía llamar Robin el Terrible, quien tenía el mando en esa zona antes de que nosotros llegáramos.
Robin el Terrible lideraba la banda más estructurada, temible y antigua de Pointe-Noire. El cara a cara no se hizo esperar; apenas Robin el Terrible supo que dos mellizos intentaban reemplazarlo y se declaraban dueños de su territorio, todo sucedió. Acompañado de diez integrantes de su banda, salió corriendo hasta el restaurante Gaspar, donde nosotros acostumbrábamos a pasar el día entero esperando a que los clientes nos dieran alguna moneda cuando salían. Por ese entonces, nuestra pandilla sólo contaba con una decena de sujetos que, en su mayoría, eran todos unos gallinas y no mostraban ni una pizca de coraje a menos que los mellizos estuvieran al lado.
En cuanto vi a Robin el Terrible, sentí que se me aflojaban las piernas. Pero me hice el duro para no demostrar delante de los mellizos que ese grandullón con piel tan oscura y musculatura de pescador beninés me intimidaba. Había oído hablar de su «leyenda» de otros chicos. Contaban que su humor podía alterarse con sólo un sí o un no, y que entonces él los expulsaba de la banda. Lo llamaban Robin el Terrible porque se creía Robin de los Bosques, el héroe de la Edad Media que se escondía con su pandilla de maleantes en un bosque y desvalijaba a los ricos para repartir el dinero entre los pobres. Salvo que Robin el Terrible jamás había puesto los pies en un bosque y saqueaba indistintamente a ricos y a indigentes. Esos mismos chicos nos contaron, además, que la obsesión por el personaje le venía desde la infancia. Después de la escuela, se encerraba en la biblioteca