TEMPLANZA
Elka
Libradme de contemplar
una cabalgada de nuevo.
Y en tal caso cegadme el mirar
o llevadme lejos, os ruego.
Que la piedra no acalla
los gritos y lamentos,
ni el vítor del que asola
ni del que aguarda, los miedos.
Elka se acurrucaba en el regazo de su madre, envuelto a la vez en el abrazo de su padre. Aunque ya era demasiado mayor para arroparse en ellos, aún se lo consentían. Percibía la humedad que resbalaba por las mejillas de Eslonza, porque se perdía después en su propio cuello. Sus piernas estaban rígidas de mantenerlas flexionadas durante tanto tiempo, pero no se atrevía a moverse, ni siquiera a respirar profundo. Por una vez, el peligro no provenía de la frontera con los reinos taifas, ni las amenazas se pronunciaban en una lengua extraña. La seguridad de la piedra erigida en castillo y del muro que los separaba de los atacantes le parecía exigua. ¿Y si llegaban hasta las puertas y embestían las planchas de madera y metal? ¿Y si irrumpían con sus lanzas y sus espadas durante la noche oscura?
–El concejo entregará la ciudad, ¿verdad? Debe hacerlo...
La voz de Eslonza zozobró y se sorbió las lágrimas. Elka la sintió temblar a través de las ropas, y también cómo su padre la apretaba con más fuerza.
–No estoy seguro, querida. Los caballeros son orgullosos, ya lo sabes. No creo que cedan su poder ante el nuevo rey sin luchar. Ignoro el talante de la infanta, pero, si lo que cuentan es cierto, su lealtad está con su hermano Alfonso, y no con el rey Sancho.
–Me equivoqué. Deberíamos habernos ido. ¡Os he condenado por el miedo a perder a otro hijo!
Eslonza rompió en llanto, y Elka cerró los ojos. Aún podía oír el sonido de la batalla que se había librado al otro lado de las murallas. Había sido incapaz de discernir qué gritos provenían de los castellanos y cuáles de los de Semura, si los cascos de los caballos y su pifiar eran signos de huida o de persecución. Tan sólo supo que el sonido de los cuernos cerró los portones de las murallas y que el silencio posterior fue terrible. Algunos ciudadanos salieron a las calles murmurando y preguntando en voz queda por los ausentes. Muchos pecheros habían salido junto con los caballeros para detener la cabalgada castellana y evitar que se adentraran en la ciudad. Un buen puñado no regresó, y nadie conocía si habían podido sobrevivir. El susurro de las oraciones aún se perdía en el cielo entre las volutas de humo que el viento arrastraba desde las pueblas del exterior.
–¿Qué haremos si no ceden, Cipriano? Sitiarán la ciudad hasta que se rinda, y nosotros moriremos por ello.
–Sólo podemos esperar, Eslonza. Ahora estamos en manos del concejo y de los castellanos.
* * *
El sol se encontraba en lo más alto cuando el rey Sancho solicitó parlamentar con el tenente y la infanta. El astro relucía insultante, como si quisiera mostrar su superioridad, y a su alrededor, salpicando aquel cielo sin nubes, las bandadas de buitres planeaban en círculos sobre el perímetro de la ciudad.
En las callejuelas, el pueblo contempló en silencio cómo los caballos de Arias Gonzalo y doña Urraca, guiados con mano firme, marcaban el paso. Elka y otros chiquillos se colaron entre el gentío para verlos mejor. La infanta lucía un gesto sereno y decidido, enmarcado por una toca que le cubría cabeza, cuello, hombros y cuello, por lo que las líneas de su rostro parecían mucho más sobrias que de costumbre. Un manto de hilos dorados caía por el flanco del caballo, dejando sólo al descubierto la piel de sus manos. Arias Gonzalo, vestido con gambesón, peto de cuero rígido y el yelmo bien calado, imponía respeto tan sólo con mirarlo. Llevaba la barba recortada, y los ojos, hundidos tras el metal, refulgían. Los dos representantes de la ciudad se cruzaron una mirada que no pasó desapercibida a los ojos de Elka, y el viento le trajo palabras pronunciadas en secreto y promesas incumplidas.
Tras las puertas de la muralla, los esperaba el ejército castellano. El rey Sancho encabezaba la comitiva. A su diestra, uno de sus caballeros de confianza, al que algunos nombraron entre la envidia y el respeto como Rodrigo Díaz de V