Capítulo 3
Marie Clémentine Valade
Son las seis de la mañana del 23 de septiembre de 1865, sábado de otoño, cuando nace Marie Clémentine Valade en el pequeño pueblo francés de Bessines sur Gartempe, situado en el departamento de Haute-Vienne. Su madre, Madeleine Valade, no sabe –o no quiere decir– quién la ha dejado embarazada. El asunto es escandaloso en el lugar, porque la madre de Marie es una viuda de treinta y cuatro años, cuyo marido –un tal Courlaud– había muerto en la prisión de Limoges. Madeleine había dejado tiempo atrás los hijos, ya mayores, tenidos en su matrimonio y se había colocado como ama de llaves en una adinerada familia que la trataba con respeto.
Madeleine era una mujer tan seria, austera y misántropa que la noticia de que estaba embarazada resultó una gran sorpresa para todos los que la conocían. ¿Cómo podía haberse quedado preñada si no salía nunca y no se le conocían amigos? Ella, cuando muchos años después se aventuró a dar algún dato sobre el hombre que la había dejado encinta, lo único que dijo es que se trataba de un molinero. Como fuera, en el acta de bautismo de la pequeña, constan dos nombres como padrinos: Matthieu Masbeix, un vecino, y Marie Céline Courlaud, una de sus hermanas mayores.
Al poco de nacer Marie, Madeleine se va de la casa en la que servía desde hacía ya tiempo, como se había ido antes del otro pueblo. Pero ¿por qué salió corriendo de la casa que la había acogido los últimos años llevando consigo a la pequeña de semanas? ¿Acaso había tenido algo que ver una hipotética relación con alguno de los hombres de la casa? ¿Quizás alguien le pagó para que desapareciera de la zona rural en la que resultaba muy complicado guardar una confidencia?
El secreto más absoluto –y es sólo el primero de los que nos vamos a encontrar en la vida de Marie– acompañó a la madre a la tumba. Nunca se sabrá quién es realmente el padre de la futura pintora. Lo cierto es que Madeleine abandona la casa donde trabajaba tan pronto como se recupera del parto y se lleva a su hija recién nacida con ella, huyendo del pequeño pueblo al que no volverá.
En 1870 tenemos a madre e hija en París, donde Madeleine descubre con ingrata sorpresa que los precios de la vivienda son inalcanzables para ella en el centro. Pregunta dónde puede conseguir alquilar algún lugar por poco dinero. La respuesta tiene diez letras: Montmartre, la cumbre de una colina de 130 metros de altura situada a la orilla derecha del Sena.
En esa época, Montmartre era una de las comunas que Napoleón III había anexado a la ciudad pocos años antes. Se había convertido en uno más –el número 18– de los distritos de París que están dispuestos en espiral. Ese lugar del extrarradio, de incómodo paseo, cuestas empinadas y calles llenas de barro, ofrecía viviendas mucho más baratas que el centro, así que Madeleine no duda en asentarse en el que, hasta hacía poco, era un pequeño pueblito que colindaba con la urbe.
Montmartre era, efectivamente, un lugar marginal, demasiado incómodo para los acomodados burgueses, que sólo acudían a sus cuestas miserables buscando diversión y placer a bajo precio, lejos de posibles cotilleos y escándalos en los encorsetados salones de la sociedad en la que vivían.
Así, situado en lo alto de la montaña, Montmartre se convirtió en un refugio para los que apenas podían pagar el alquiler y malvivían en una especie de comuna solidaria en la que quien tenía pan lo repartía y quien tenía bebida la compartía con los demás desharrapados.
Sin embargo, poco a poco iba a cambiar el perfil de la zona porque empiezan a acudir en masa jóvenes artistas con el reto de triunfar en la capital. Debido al poco dinero de que disponían esos pintores, escultores y escritores todavía desconocidos, llegan también a ese lugar. Allí se van arracimando juntos en callejas que se irán convirtiendo en un auténtico nido para la idealizada vida bohemia.
En Montmartre se dio el encuentro entre prostitutas y ricos clientes, artistas con hambre de fama y también de pan, y familias pobres que no tenían más remedio que acudir allí para alquilar pequeñas y sórdidas viviendas para su numerosa prole. Esa vorágine de gentes, que vivía más en la calle que dentro obligada por lo diminuto de las estancias, resultaba atractiva porque hacían que el lugar fuera de lo más dinámico y vital. Pero Montmartre, además, añadiría, en