2
Pero retrocedamos unas cuantas décadas, hasta el punto de inicio de una historia que de alguna forma ha marcado mi vida, porque mientras el resto de cosas han aparecido, han estado ahí un tiempo y luego han muerto, esto ha estado ahí siempre y sigue estando.
Por aquel entonces, yo trabajaba en un periódico local de Madrid, en parte sostenido por fondos públicos y en una parte mucho menor por anunciantes que se beneficiaban del dinero del Estado. Bien relacionados con el Gobierno, los anuncios les salían mucho más baratos. El periódico duró lo que duró por esa subvención encubierta, porque, la verdad, todos eran bastante inútiles y me refiero a los jefazos. La mayoría no eran ni periodistas. Pero así estaban las cosas. Yo había trabajado en radio y en prensa. Era bueno en lo mío, original en los planteamientos, pero tarde o temprano siempre la cagaba. Recuerdo que después de dar tumbos de un medio a otro entré por enchufe enEl País. Mi mentor me dijo que sería mi última oportunidad, que o me enmendaba o que diera por acabada mi carrera como periodista. Yo le prometí que sí, que era hora de sentar la cabeza y todas esas chorradas. Pero todo siguió igual. Miento. Peor. Una mañana en la que me tocaba cubrir un suceso de cierta importancia me quedé dormido porque tenía una resaca del carajo. Me despidieron y acabé en el periódico local.
Martínez era un facha de los de misa diaria, copa y puro. Un tipo muy franquista que hizo migas con UCD, con el PSOE y después con el PP. Sabía ganárselos a todos gracias a una obediencia humillante. Sabía hacer la pelota a base de bien. Además de director del periódico, proporcionaba putas, drogas y lo que hiciera falta a empresarios, políticos o personajes públicos que acudían a Madrid en viajes de trabajo, gentuza de alto nivel que no podía relacionarse con chulos y camellos, aunque yo he visto chulos y camellos que eran mucho mejores personas que el Martínez. Menudo pájaro, Martínez. Entraba dando los buenos días sonriendo. A él también le gustaba que le hicieran la pelota. Por eso a mí no me tragaba mucho.
Aquel día, a los cinco minutos de que Martínez ocupara su despacho, mi jefe, Peláez, se acercó hasta mi mesa.
—A mi despacho —dijo.
Lo seguí hasta un cubículo insalubre que olía a colillas de tabaco y a sudor agrio. El tipo era de estatura mediana, con una barriga que le saltaba por encima de unos pantalones anchos que sujetaba con tirantes. La camisa se le salía por un costado, como si le resultase imposible ajustarse al cuerpo irregular de Peláez, cuya cabeza calva por la parte de arriba albergaba una visera de esas descubiertas por la parte superior.
Se sentó frente a un escritorio lleno de papeles y encendió un cigarrillo. Me miró de arriba abajo, seguramente alucinado por cómo un tipo como yo había ido a parar allí, como dudando si decirme lo que tuviera que decirme.
—Tú vives por Canillejas, ¿no?
—Sí, soy de allí. ¿Por?
—Pues verás, chaval, tengo a todo el mundo ocupado y tienes que ir a cubrir un atraco.
—Claro. ¿Qué pasa, es que es en Canillejas?
—No, pero el jefe de la banda es de tu barrio. Es la banda del Chule. Han querido atracar un Banco Santander en la calle Alcalá y algo ha salido mal porque se ha presentado la Policía. Se han hecho fuertes dentro, con rehenes…, vamos, un puto cristo.
Garabateó la dirección del banco en una nota y me la pasó. Junto a unas letras difíciles de entender había algunas manchas de grasa de chorizo.
—¿Voy ahora?
—¿Tú eres tonto? ¡Ya estás tardando, joder!
Tosió, tanto que creí que se moría. Se puso rojo, se le cayó el cigarro en los pantalones y echó saliva por la boca que se limpió con un pañuelo más sucio que el palo de un gallinero.
—¿Estás bien?
—Sí. —Siguió tosiendo—. ¿Qué coño haces aquí todavía?
Salí del despacho escuchando las toses cada vez más lejanas. Cogí la chupa y salí de la redacción. Llovía con mucha mala leche. Las gotas te hacían daño.
La movida era curiosa cuando llegué al Banco Santander. Los maderos mantenían a raya a los fisgones como podían. Algunos policías situados de forma estratégica apuntaban con fusiles hacia la puerta del banco, que estaba cerrada a cal y canto. Los compañeros de otros medios estaban por allí y otros iban llegando. Un policía empezó a hablar por un megáfono diciendo a los de dentro que se entregaran, que estaban rodeados y que no tenían posibilidad alguna de escapar. Lo de siempre.
Yo era algo mayor que él, pero conocía al Chule. Lo había visto jugar al fútbol cuando era muy pequeño. El chaval no estaba muy bien de la cabeza. En el cole, curiosamente aprobaba, era uno de los pocos que lo hacían de una clase en la que todos l