Mi villano favorito
ARTURO PÉREZ-REVERTE
Fue Raymond Chandler, creo recordar, quien dijo que en la ficción los buenos modales deben dejarse a cargo del villano. Y siempre estuve de acuerdo con eso. Durante mucho tiempo, la literatura y el cine mantuvieron esa regla de oro, para satisfacción de quienes tenemos la certeza, bien documentada, de que los buenos e inolvidables villanos han hecho más por la ficción y la vida –no siempre tan lejanas como parece– que los héroes de biografía inmaculada y corazón más o menos puro, que a menudo, cuando se profundiza seriamente en ellos, resultan ser más aburridos y cuestionables de lo que parecen.
En alguna ocasión reflexioné por escrito sobre este asunto, que siempre, primero como lector y luego como novelista, me ha interesado mucho. Entre los peores malvados de antaño, fuesen hombres o mujeres, raro era el que no se esforzaba por adquirir o mostrar buenos modales. Los de ahora mismo, sin embargo, perpetran crímenes fáciles o demasiado vulgares, con escaso mérito y riesgo; y además del latrocinio y el crimen te obligan a soportar la grosería. Tal como están las cosas, cualquier imbécil de la literatura, el cine o la vida capaz de salpicarte de sangre puede aspirar a ser un canalla. Nosotros, el público actual, desengañados y llenos de resabios tras haber visto casi de todo, nos identificamos más fácilmente con ratas de callejón y asfalto, con turbios antihéroes, con bajunos personajes que encarnan la más vulgar y desesperada ordinariez. En lo tocante a ladrones, no existen ya aquellos caballeros de guante blanco. Ni siquiera existen los guantes blancos. Ni los caballeros.
Permítanme un lamento más bien elitista, ciertamente inapropiado en los tiempos que vivimos, pero compartido o compartible por cualquier lector avezado en lo clásico: en la ficción de antaño, folletinesca o policial, solía darse una especie de selección natural. El dinero, el poder, el estatus social lo tenían los que estaban arriba, la aristocracia o la burguesía enriquecida, y, para infiltrarse hasta sus dormitorios, cajas de caudales y joyeros con collares de perlas o esmeraldas, incluso para asesinarlos, era necesario cierto estilo. Unas maneras más bien canónicas, quiero decir: cierta clase aliñada con elegancia, talento y audacia. Y ahí reside la clave de la cuestión. Tal vez, o posiblemente, aquellos seductores canallas no existieron jamás; pero, al menos, existieron los hombres y las mujeres capaces de inventarlos. Que no es poco.
La literatura francesa fue la primera, o eso creo, en concebir este tipo de villano. Recordemos al temprano Camparini (1860, que ya es madrugar), creación de Ernest Campedú, quien debutó con todos los honores y gran éxito enLe Journal pour tous. O al legendario Zigomar, héroe enmascarado, rey del crimen y protagonista enLe Matin (1909) de un folletín compuesto por más de cien episodios y ocho novelas, obra del escritor Leon Sazie; un personaje, éste, que alcanzó enorme popularidad, alfombrando el camino del mal para los muchos criminales notables que vendrían después. Sin olvidar, naturalmente, al profesor Moriarty, al coronel Moran o a la Irene Adler que Arthur Conan Doyle enfrentó a Sherlock Holmes. O al temible Diablo Amarillo encarnado en el personaje de Fu-Manchú.
Hubo, en fin, en aquel momento de oro del crimen literario de altos vuelos, innumerables villanos de excelente vitola, para delicia del público ávido de sus aventuras. Pero, entre todos ellos, siendo sinceros, el lector que fui y sigo siendo tiene muy claro cuáles son sus favoritos. Arsenio Lupin, inteligente y astuto –publicado pocos años antes que Fantomas–, es uno de ellos, con ese fondo de ternura sutil que es preciso estar atento para descubrir entre líneas. O el magnífico y cruel Rocambole, siempre implacable con su peculiar sentido del crimen y de la justicia. Sin olvidar a Raffles, ladrón elegante, sentimental y todo un caballero, al que me resulta imposible imaginar –el cine complementa y refuerza esta clase de cosas– con otros rasgos que no sean l