Capítulo I
«El espacio que ocupa una mujer en tu
cama es el mismo que ocupa en tu corazón».
Tan sorprendente dicho venía a significar que, para que un hombre aceptara a una chica casadera, ésta debía pesar casi ochenta kilos. Cuanto más pesara, más posibilidades tenía de encontrar marido, y sus familias las cebaban con el mismo suplemento alimenticio que proporcionaban al ganado, siguiendo una antiquísima tradición conocida comoleblouh.
Las obligaban a beber hasta doce litros de leche al día y, si se resistían, les oprimían los dedos con ramas entrelazadas hasta que no conseguían soportar el dolor y claudicaban.
Si devolvían la comida, les daban el doble.
Se suponía que tal exceso de peso no era bueno para la salud, pero muchos mauritanos opinaban que llevar a su lado una mujer oronda era señal de que estaba sana y de que su acompañante era un hombre rico que podía permitirse el lujo de sobrealimentarla.
En ocasiones, no a una, sino a cuatro, porque las leyes islámicas se lo permitían, y de esa forma un mauritano acomodado podía disponer cada noche de trescientos kilos de carne femenina en su cama.
Es una forma grosera, cruel y machista de decirlo, pero se ajustaba bastante a la realidad.
La pequeña Laila era muy atractiva, con una suave piel color canela, enormes ojos negros y unos dientes muy blancos, pero, a partir de los siete años, comenzaron a deformarla de tal forma que su cintura de avispa pasó a parecer una salchicha; su respingón trasero, una enorme hamburguesa, y sus estilizadas piernas, dos temblorosas columnas que vivían temiendo lo que tendrían que soportar en un futuro.
Había nacido en un pequeño campamento seminómada de mayoría bereber con un cuarto de sangre negra heredada de un senegalés, con el que al parecer su abuela había tenido una tórrida aventura; y, si tan escandaloso comportamiento no provocó que sus vecinos la lapidaran, fue gracias a que se trataba de una viuda de ciento cuarenta kilos, y era cosa sabida que en aquellos tiempos se podía abusar sexualmente de los esclavosbel-ha, tanto si eran hombres como mujeres.
Cuando Laila cumplió los once años, las casamenteras de los campamentos vecinos no dudaron a la hora de examinar cada detalle de su cuerpo –incluidos los rincones más íntimos–, para hacerse una idea del valor que tendría tan prometedora mercancía en un mercado próspero, pero altamente exigente.
La mayoría coincidieron en un punto:
–Para conseguir un buen partido, deberá engordar otros quince kilos.
Tan cruel dictamen enfureció a sus padres y sumió a Laila en una profunda depresión, puesto que sabido es que la primera obligación de una hija es agradar a quienes le han dado la vida, y resultaba evidente que no lo estaba consiguiendo.
Se afanó en comer más y a todas horas.
Por las noches, se quedaba en el porche e intentaba de nuevo meterse algo en la boca, y, cuando al fin se quedaba dormida, la despertaba un cochambroso tren que cruzaba a menos de un kilómetro de distancia y cuyo monótono traqueteo la devolvía a la amarga realidad: tenía que seguir comiendo.
El implacable ferrocarril –una ruidosa sucesión de doscientas vagonetas que alcanzaba los tres kilómetros de longitud– solía tardar un par de días en recorrer los setecientos kilómetros que separaban las ricas minas de Zuérate, en pleno corazón del Sahara, del puerto de Nuadibú, en el Atlántico.
Se calculaba que las reservas de hierro de Zuérate eran de más de doscientos millones de toneladas, y los trenes que las transportaban estaban considerados los más destartalados del continente, por lo que no resultaba extraño que tan pesada carga deformara los raíles, de modo que el viaje podía prolongarse una semana.
No obstante, su peor enemigo solía ser