Capítulo 2
Una familia en guerra
Estamos en un brillante atardecer invernal del año 37. Los rayos del sol acarician el rostro de una mujer exhausta y los bracitos del bebé que acaba de traer al mundo. En esta época, la falta de antisépticos y anestésicos hacía que dar a luz resultara tan peligroso como contraer una enfermedad grave. Según algunas estimaciones, la mortalidad infantil se situaba en el 30 % de los nacimientos a término.1
En esta ocasión, el chiquillo venía de pie, así que la noche había sido terrible. No es ya que el dolor resultara difícil de soportar, es que la salud de la madre, y de hecho su propia supervivencia y la del niño, peligraban enormemente. Y lo que es casi peor: según la opinión generalizada, el parto de nalgas era de mal augurio. Un autor de esa misma época nos ha dejado la siguiente observación: «El orden natural es que el hombre nazca de cabeza, y que entre a la tumba por los pies».2
El deseo de que este embarazo llegara a buen fin no podía tenerse por cosa baladí, ya que la madre en cuestión era Agripina, hermana de un errático, y algunos dicen que orate, emperador de Roma: Cayo Julio César Augusto Germánico (al que casi todo el mundo conocía con el sobrenombre de Calígula, es decir, «Botitas»,3 mote que le habían puesto los soldados de su padre cuando el futuro sucesor de Tiberio no era más que un niño de corta edad).
Agripina eligió como lugar de reposo la espléndida villa imperial de Antium,4 un popular balneario costero situado al sur de Roma, a escasos cincuenta kilómetros de la capital, en el que podía olvidar el estrépito, la pestilencia, el calor sofocante y las atestadas calles de la ciudad. Las terrazas daban al mar, y la mansión disponía de una galería techada, abierta al aire libre y flanqueada por columnas. No muy lejos había un pequeño teatro privado. La costumbre requería que todo romano civilizado compusiera poemas, o al menos algún que otro verso, un poco a la manera griega, así que aquel recinto ofrecía a Agripina una ocasión perfecta para recitar sus composiciones, entonar sus arias favoritas y actuar en tragedias de modestos decorados.
Recibir la caricia de los rayos del sol en el momento mismo de nacer era sin duda un auspicio favorable, pero según parece hubo otros portentos menos positivos. Tras interpretar la fecha, el momento del día y la forma de su venida al mundo, un célebre adivino asignó un horóscopo pesimista al principito. Predijo que se elevaría a la dignidad imperial y que asesinaría a su madre. Agripina no era mujer que se dejara intimidar fácilmente y, según se dice, replicó: «Mate, con tal que reine».5 (Esta famosa respuesta tiene una sonoridad aún más tersa y atroz en latín:Occidat dum imperet).
Agripina era fuerte y valiente, pero la experiencia del parto, unida a los vaticinios, resultó traumática, tanto física como psicológicamente. Su hijo, que efectivamente acabaría siendo el emperador al que conocemos con el nombre de Nerón, la hizo sufrir tanto al nacer que es comprensible que, pese a los dos matrimonios que aún le aguardaban en el futuro, no volvió a concebir.
* * *
La dinastía en el poder se hallaba escindida en dos ramas: la de los Julios y la de los Claudios. El patriarca era el sobrino nieto e hijo adoptivo de Julio César: Augusto, que tuvo una hija, Julia, de su primera esposa. Su segundo enlace, con Livia, no produjo descendencia masculina. Augusto casó a Julia con su mejor amigo y camarada en mil correrías imperiales: Marco Vipsanio Agripa, al que dio tres chicos y dos chicas.
Con el paso de los años, inevitablemente, la cuestión de la sucesión comenzó a cernir su amenazante sombra sobre la familia gobernante. Pese a que, teóricamente, los poderes de que disfrutaba Augusto fuesen de carácter personal, el prínceps decidió que la delegación hereditaria en los miembros del linaje propio era la única garantía