CAPÍTULO I
De los montes Kirguizes a Caffa, 1347
Recorrer el bosque durante toda la jornada no le había servido de nada. Las trampas estaban vacías y no era la primera vez que sucedía durante aquella primavera.
Hatai, trampero mongol, y su familia sobrevivían de la venta de las pieles cerca del lago Issik-Kul, tal como habían hecho su padre, su abuelo y, muy probablemente, el antepasado que había invadido aquellas tierras un siglo antes. El lugar era paso obligado de las caravanas que unían Oriente y Occidente, y allí acampaban los comerciantes. Hatai y los suyos bajaban hasta los mercados y, mientras hacían tratos, oían fabulosas historias de tierras lejanas o relatos que cantaban la grandeza de los emperadores mongoles Gengis Khan y Kubilai.
Durante días volvió a las trampas, pero alguna ardilla y una marmota de cierto tamaño fue lo único que pudo cazar. El hijo mayor de Hatai, también llamado como él y educado para continuar el oficio familiar, encontró en la precaria situación una oportunidad para conseguir lo que realmente anhelaba: convertirse en un guerrero mongol. Y ahora llegaba su oportunidad, sería una boca menos y, si las cosas salían bien, podría regresar convertido en un gran señor.
A su padre no le gustaba mucho la idea. Uno menos que alimentar, pero también dos brazos menos para trabajar. Su madre guardaba silencio. Dos de sus hermanos partieron y no los había vuelto a ver. Pero no diría nada. Continuaría despellejando la marmota y, una vez curtida su piel, confeccionaría para su hijo un hermoso gorro que sería la envidia de todos los demás guerreros.
El joven Hatai partió una mañana. Desde la puerta de la tienda sus padres vieron cómo el hijo se alejaba en busca de conquistas. Cuando se convirtió en un punto negro en la lejanía, el padre se dispuso a inspeccionar las trampas. Instantes después, la madre, al ir a entrar en la tienda, se detuvo, un escalofrío recorrió su cuerpo y unas gotas de sudor frío asomaron en su frente. Acostumbrada a no quejarse y a padecer en silencio, no hizo el menor caso. El dolor por la marcha de su hijo era mayor que cualquier mal que pudiera contraer.
Después de cabalgar todo el día, el grupo de guerreros sólo se habían detenido una vez para comer y beber. El objetivo era alcanzar cuanto antes el final del viaje.
El recorrido estaba siendo duro y muy largo, casi cien kilómetros diarios y, a veces, más. Debían unirse al ejército que asediaba la ciudad de Caffa, colonia genovesa en la península de Crimea y puerto estratégico desde el cual se podía dominar el mar Negro. Aquella extensión de agua era la salida desde la que partían las rutas de caravanas y cuyo dominio se disputaban Venecia, Génova y Pisa, y ahora se había convertido en objetivo prioritario para la extensión del imperio mongol.
Pero los guerreros eran ajenos a todo esto. Simplemente, eran un pueblo nómada y conquistador acostumbrado a batallar y a sufrir inclemencias.
El grupo estaba formado por hombres de todas las edades, desde viejos guerreros experimentados a jóvenes mongoles deseosos de entrar en combate para demostrar su valor y cubrirse de gloria. El jefe del grupo era Batu. Ordenó descabalgar y montar las tiendas, maniobra que se realizó con celeridad. Al día siguiente estarían ante la ciudad. Po