CAPÍTULO I
En algún archipiélago del Atlántico
La bahía abrazó las naves y el almirante ordenó soltar el treo. Rápidamente, los marineros desataron la gran vela cuadrada de la embarcación por su parte inferior para que no empujara el navío. Los capitanes de las otras dos naves ordenaron situarlas a la altura de la nao capitana y replicaron la maniobra ordenada por el almirante. La brisa comenzó a mover las telas liberadas como si de grandiosos estandartes se tratara. Eran como banderas cristianas cuyo símbolo, la cruz, se hacía visible a gran distancia. Una señal inequívoca del ideal que les guiaba y que les había mostrado la ruta y protegido durante toda la travesía. Y ahora debía estar presente en el momento más importante del viaje. Los barcos se deslizaban lentamente en un mar cada vez menos profundo, corriendo el peligro de embarrancar si aparecía un banco de arena. En la proa, un marinero iba gritando la profundidad, que disminuía en cada medición. El almirante, al fin, ordenó lanzar el lastre y las naves se detuvieron mecidas por las olas.
Dos horas después de la medianoche habían llegado frente a la costa. Sólo tenían que esperar a que amaneciera para desembarcar. Todos compartían el deseo de pisar tierra firme, después de tanto tiempo en el mar, y la impaciencia era el sentimiento común. El almirante ordenó descansar. Todos obedecieron y se acostaron en cubierta. Dos marineros quedaron de guardia en la popa, junto al timón de codaste, mientras él se dirigía a la proa, como si quisiera acercarse lo más posible a la costa. No podía verla claramente, pero sí podía oler el fuerte aroma de vegetación húmeda y tierra mojada que llegaba hasta el barco. Hinchó el pecho tratando de llenar los pulmones y acabó sentándose sobre la borda, esperando el momento en que el sol les descubriera los secretos de lo que tenían frente a ellos.
Por primera vez, tras más de un mes de navegación, estaba realmente tranquilo y relajado. Hacía días que advertían pruebas de la presencia de tierra. Cañas, restos de vegetación, incluso una de las naves había recogido un palo labrado con algún instrumento punzante que sólo podía haber sido cortado por mano humana. Estos hallazgos habían sosegado los ánimos levantiscos de una tripulación hastiada y casi sin provisiones que sólo veía agua por todas partes. El almirante se vio entonces obligado a hacer uso de toda su astucia para calmar la impaciencia de sus hombres diciéndoles que todo estaba saliendo según lo esperado. Incluso tuvo que improvisar una pequeña apuesta: el primero que avistase tierra sería recompensado; y todos debían estar muy pendientes, pues estaban muy cerca de alcanzar su meta. Nadie sabía que él esperaba un viaje tan largo y que no tenía ninguna certeza de cuándo arribarían, y, lo que era peor, ni si lo conseguirían. Incluso para un navegante experimentado, la mar y los vientos eran muchas veces un misterio y no era la primera vez que le habían gastado una malapasada.Hacía cálculos una y otra vez para descartar posibles errores. ¿Y si no había calculado bien las leguas? No era posible, sus capitanes le hubieran advertido. ¿Y si la derrota no era correcta? Repasaba las cartas