: Laura Falcó
: Anomalía
: Edhasa
: 9788435049566
: 1
: CHF 9.80
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 380
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Sola. Agarrada a un viejo osito de peluche. Aovillada dentro de un armario cerrado con cadenas en una casa deshabitada en la que se ha declarado un incendio. Es sólo una niña pequeña, de ojos negros tan oscuros como el pelo desgreñado que le cubre la mitad de la cara. Se mueve lenta, y casi no habla ni reacciona. Impertérrita pese a todo, parece vivir en otro mundo. Ella es Mara, y sólo con una mirada la gente se estremece. ¿Te atreves a conocer su historia? *** Freak shows, circos, videncia, rituales mágicos y vudú se aúnan, junto a las aventuras de los principales protagonistas de la novela, en esta historia, Anomalía, para recorrer gran parte de la costa oeste de Estados Unidos hasta llegar a Nueva Orleans. Corre el año 1915, y nada ni nadie en el circo de los hermanos Ripling parece normal. Como tampoco lo son los oscuros secretos que se ocultan tras la famosa reina del vudú Marie Laveau.

LAURA FALCÓ Laura Falcó Lara (Barcelona, 1969) es licenciada en Filología Inglesa por la Universidad de Barcelona y máster en Dirección de Empresas por ESADE. Entró a trabajar en el Grupo Editorial Planeta en 1995, y tras varios años a cargo del departamento de marketing del sello Planeta pasó a dirigir las editoriales Martínez Roca y Minotauro. En el año 2001 asumió también la dirección de Timun Mas y Libros Cúpula. En 2005 creó Esencia y Zenith, y en 2011 Planeta Gift. En la actualidad preside Prisma Publicaciones y el Conference Office. Además, forma parte del equipo radiofónico del programa La rosa de los vientos, de Onda Cero, con la sección 'Ecos del pasado', y colabora en Levántate y Cárdenas de Europa FM, así como en Hora punta (TVE). Como escritora tiene cinco títulos hasta la fecha: Gritos antes de morir (2012), La muerte sabe tu nombre (2012) y Chelston House (2014), Última llamada (Edhasa, 2016) y Amanecer de hielo (Edhasa, 2017).

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Fuego

Filadelfia, 10 de julio de 1915

La noche era muy cerrada y la luna, esquiva, brillaba por su ausencia. En la espesa e inmensa oscuridad, el cálido viento del sur soplaba con fuerza haciendo crujir de forma incesante las ramas de los árboles. De pronto, un creciente e inesperado resplandor iluminó el tranquilo vecindario.

La vieja casa de los Atkinson estaba en llamas. El intenso crepitar del fuego podía escucharse en casi todos los rincones de Wynnefield Avenue, y el olor a madera quemada pronto empezó a colarse en los domicilios cercanos. Eran cerca de las tres de la madrugada, pero la mayoría de los vecinos ya se había despertado con sobresalto. Algunos, asustados por los fogonazos y los incesantes crujidos, contemplaban el espectáculo desde los jardines de sus casas, con los batines anudados, esperando que, de un momento a otro, apareciesen los bomberos. Las llamas ascendían cada vez más alto en el cielo, amenazadoras, y los tonos rojos y azulados parecían entrelazarse en el oscuro marco de la noche como si fueran grandes serpientes de fuego, generando un baile casi hipnótico.

Hacía al menos dos años que no vivía nadie en aquella antigua finca de uno de los barrios más ricos de Filadelfia. Cuando Lisbeth Atkinson, la propietaria, viuda desde una década atrás, murió a los ochenta y nueve años, su familia, que vivía muy lejos de allí, en Louisiana, se olvidó del inmueble. Desde entonces, como ocurría casi siempre, era una invitación para que curiosos y adolescentes con ganas de aventuras se adentrasen en el lugar causando innumerables destrozos. La mayoría recordaba cómo Lisbeth solía sentarse cada día, desde primera hora de la mañana, en el porche de la finca, bordando. Con su habitual simpatía, saludaba a los vecinos cuando éstos se iban a trabajar o a dejar a sus hijos a la escuela. Por eso mismo, no tardaron en darse cuenta de que algo malo le había pasado a la amable mujer. Tras dos días sin verla, la señora Thomson dio la voz de alarma. Los servicios de urgencia la encontraron sin vida tendida en la cama.

Pronto, las apremiantes y molestas sirenas de los coches de bomberos se escucharon en la lejanía. No habían tardado demasiado, pero el fuego ya lo estaba consumiendo todo a gran velocidad. Nadie atisbaba a imaginar qué habría podido originar aquel terrible desastre en una casa vacía y deshabitada. Algunos musitaban que quizá se habrían colado indigentes y, para tratar de calentar el caserón, habrían encendido una hoguera. Otros decían haber oído una detonación previa al incendio, seguramente debida al mal estado de las tuberías del gas o a alguna colilla mal apagada. Incluso los más retorcidos tenían su propia teoría: ¿y si todo había sido una estrategia de los propietarios para cobrar del seguro?

Los bomberos enseguida iluminaron la calle con sus luces azules. Las sirenas despertaron a los pocos que todavía seguían durmiendo. Sin cruzar palabra alguna con los vecinos, empezaron a disponer con premura todo el material para sofocar las inmensas llamas que ya amenazaban con arrasar las fincas colindantes. El agua empezó a surgir con fuerza de las mangueras sobre el denostado edificio, luchando por aplacar el voraz fuego que parecía querer carbonizarlo todo a su paso. El sofocante calor del fuego, además, sólo hacía que incrementar aún más los veinticinco grados de aquella tórrida noche del mes de julio. Y, por su parte, el viento, que parecía haberse aliado con el mismísimo demonio, soplaba cada vez con más fuerza, removiendo ascuas y chispas por el entorno. Sin embargo, siempre había algo mágico en el fuego, algo que solía atraer todas las miradas y a la vez aterrorizar a los presentes. Era fascinación casi p