Capítulo 2
Nuestra casa estaba en Kerameikos interior, no lejos de la Puerta del Dipilón. En el patio había un pequeño peristilo de columnas pintadas, una higuera y una parra. En la parte posterior estaban los establos, donde mi padre tenía sus dos caballos y una mula. Era fácil trepar al tejado del establo y de allí al de la casa.
El tejado tenía un borde de tejas de acanto y no era muy inclinado. Poniéndose a horcajadas en el caballete del tejado era posible ver más allá de las murallas de la Ciudad y de las puertas del Dipilón, hasta el Camino Sagrado, donde se curva hacia Eleusis, entre jardines y tumbas. En verano alcanzaba a ver el cipo de mi tío Alexias y su amigo, junto a una gran adelfa. Luego me volvía hacia el sur, donde la Ciudad Alta se levanta como gran altar de piedra contra el cielo, y buscaba, entre los alados tejados de los templos, el punto de oro donde la alta Atenea de la Vanguardia señala con su lanza hacia los barcos en el mar.
Pero me gustaba más mirar al norte, a la cima cubierta de nieve del monte Parnaso, requemado en verano, o gris y verde en primavera, vigilando la aparición de los espartanos. Hasta que cumplí seis años, llegaban casi cada año, cruzando el paso de Dekeleia. Generalmente, algún jinete traía la noticia de su llegada; pero algunas veces nos enterábamos en la Ciudad cuando en las colinas se levantaban las columnas de humo de las granjas incendiadas.
Nuestra casa solariega está en las colinas, más allá de Acarnas. Nuestra familia ha estado allí desde la llegada de los saltamontes, como reza el dicho popular. La falda de la colina sobre el valle está terraplenada para viñas, pero la mejor cosecha la dan los olivos, y la avena sembrada en los olivares. Creo que algunos de los olivos son tan viejos como la propia tierra. Sus troncos tienen el grosor de tres cuerpos humanos y son nudosos y retorcidos. Se dice que los plantó la propia Atenea, cuando dio el olivo a la tierra. Dos o tres de ellos están en pie aún. Hacíamos sacrificios allí en el tiempo de la cosecha; es decir, cuando había cosecha.
Acostumbraban a mandarme a la granja al principio de la primavera para que respirara el aire del campo, e iban en mi busca cuando se acercaba la llegada de los espartanos. Pero una vez, cuando yo tenía cuatro o cinco años, llegaron antes, y debimos apresurarnos en huir de allí. Recuerdo que estaba sentado en la carreta, con las esclavas y los utensilios de la casa; mi padre cabalgaba junto a nosotros y los esclavos azuzaban a los bueyes. Traqueteaba la carreta, y todos tosíamos a causa del humo de los campos incendiados. Todo fue quemado aquel año; todo, excepto las paredes de la casa y el olivar sagrado, que piadosamente no tocaron.
Puesto que era demasiado joven para comprender las cosas serias, solía esperar el momento de su retirada para ver lo que habían hecho. Cierto año un escuadrón de espartanos fue acuartelado en la granja. Aquellos de entre ellos que sabían escribir habían inscrito los nombres de sus amigos en las paredes, junto con diversos tributos a su belleza y virtud. Recuerdo a mi padre borrando irritadamente las inscripciones hechas con carbón, mientras decía:
–Blanquead esos burdos garabatos. El muchacho nunca aprenderá a deletrear debidamente o a escribir con propiedad, teniendo esto ante sí.
Uno de los espartanos había olvidado su peine. Constituía un tesoro para mí, pero mi padre dijo que estaba sucio y lo tiró.
Por mi parte, creo que no supe lo que era la desgracia hasta que cumplí los seis años. Mi abuela, que se hacía cargo de mí cuando mi padre estaba en la guerra, murió entonces. La salud de mi abuelo Filocles (anciano alto, de hermosa barba, siempre bien cuidada y de una blancura que rayaba en lo azul, en cuya imagen incluso hoy veo al dios Poseidón) no era muy buena, y mi presencia le molestaba, por lo que mi padre contrató un ama, una mujer libre de Rodas.
Era esbelta y atezada, y parecía que por sus venas corría algo de sangre egipcia. Más tarde supe, sin saber lo que signi