: Mary Renault
: Alexias de Atenas
: Edhasa
: 9788435049528
: 1
: CHF 11.60
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 512
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
El momento de máximo esplendor de Atenas, el siglo de Pericles, empieza a desvanecerse, y Alexias, prototipo del joven de su tiempo, se convierte en testigo de unos acontecimientos que desembocarán en la guerra del Peloponeso. Alexias de Atenas nos sitúa en los últimos años de esta larguísima serie de batallas en la que estuvieron implicadas gran parte de las ciudades-estado de la Grecia antigua, aunque fue, sobre todo, una lucha sin cuartel entre atenienses y espartanos. Pero no es ésta una novela centrada únicamente en el conflicto bélico, sino que Mary Renault nos regala algo mucho más ambicioso. Con un estilo ágil y elegante, nos ofrece una amplia panorámica de los orígenes y las causas de la decadencia de la civilización helénica. Y, así, reviviremos la Atenas de Sócrates, ciudad de una riqueza sin parangón en la Historia, donde se aceptaban e incluso envidiaban los amoríos y se celebraban con pompa los Juegos Olímpicos; y también nos adentraremos en una época en la que sufriremos como si viviéramos en aquel entonces, el hambre, las penurias y las enfermedades de los peores momentos del asedio Y, entretanto nos toparemos con personajes como Sócrates, Jenofonte, Alcibíades o Platón. Alexias de Atenas es, sin duda, una soberbia recreación de la vida cotidiana en la Grecia del siglo V a. C., pero también, y sobre todo, un emotivo canto a la amistad y el amor.

MARY RENAULT Mary Renault (Mary Challans, 1905-1983) es una de las helenistas y escritoas más importantes de todos los tiempos. Formada en Orxford en literatura clásica, descubrió su vocación como escritora mientras ejercía de enfermera, y ya en 1939, con su primera novela, obtuvo un importante respaldo de crítica y lectores. Scosada por el moralismo de la época que le tocó vivir, después de servir en la segunda guerra mundial como mefermera, se estableció en Ciudad del Cabo en compañía de Julie Maillard y juntas recorrieron buena parte del continente africano y casi toda Grecia. En su amplia obra, comparada a menudo con la de Marguerite Yourcenar y Robert Graves, destacan las novelas históricas El rey debe morir, Teseo rey de Atenas, La máscara de Apolo, Alexias de Atenas, la biografía Alejandro Magno y el tríptico sobre el mismo personaje que froman Fuego del Paraíso, El muchacho persa y Juegos funerarios.

Capítulo 2

Nuestra casa estaba en Kerameikos interior, no lejos de la Puerta del Dipilón. En el patio había un pequeño peristilo de columnas pintadas, una higuera y una parra. En la parte posterior estaban los establos, donde mi padre tenía sus dos caballos y una mula. Era fácil trepar al tejado del establo y de allí al de la casa.

El tejado tenía un borde de tejas de acanto y no era muy inclinado. Poniéndose a horcajadas en el caballete del tejado era posible ver más allá de las murallas de la Ciudad y de las puertas del Dipilón, hasta el Camino Sagrado, donde se curva hacia Eleusis, entre jardines y tumbas. En verano alcanzaba a ver el cipo de mi tío Alexias y su amigo, junto a una gran adelfa. Luego me volvía hacia el sur, donde la Ciudad Alta se levanta como gran altar de piedra contra el cielo, y buscaba, entre los alados tejados de los templos, el punto de oro donde la alta Atenea de la Vanguardia señala con su lanza hacia los barcos en el mar.

Pero me gustaba más mirar al norte, a la cima cubierta de nieve del monte Parnaso, requemado en verano, o gris y verde en primavera, vigilando la aparición de los espartanos. Hasta que cumplí seis años, llegaban casi cada año, cruzando el paso de Dekeleia. Generalmente, algún jinete traía la noticia de su llegada; pero algunas veces nos enterábamos en la Ciudad cuando en las colinas se levantaban las columnas de humo de las granjas incendiadas.

Nuestra casa solariega está en las colinas, más allá de Acarnas. Nuestra familia ha estado allí desde la llegada de los saltamontes, como reza el dicho popular. La falda de la colina sobre el valle está terraplenada para viñas, pero la mejor cosecha la dan los olivos, y la avena sembrada en los olivares. Creo que algunos de los olivos son tan viejos como la propia tierra. Sus troncos tienen el grosor de tres cuerpos humanos y son nudosos y retorcidos. Se dice que los plantó la propia Atenea, cuando dio el olivo a la tierra. Dos o tres de ellos están en pie aún. Hacíamos sacrificios allí en el tiempo de la cosecha; es decir, cuando había cosecha.

Acostumbraban a mandarme a la granja al principio de la primavera para que respirara el aire del campo, e iban en mi busca cuando se acercaba la llegada de los espartanos. Pero una vez, cuando yo tenía cuatro o cinco años, llegaron antes, y debimos apresurarnos en huir de allí. Recuerdo que estaba sentado en la carreta, con las esclavas y los utensilios de la casa; mi padre cabalgaba junto a nosotros y los esclavos azuzaban a los bueyes. Traqueteaba la carreta, y todos tosíamos a causa del humo de los campos incendiados. Todo fue quemado aquel año; todo, excepto las paredes de la casa y el olivar sagrado, que piadosamente no tocaron.

Puesto que era demasiado joven para comprender las cosas serias, solía esperar el momento de su retirada para ver lo que habían hecho. Cierto año un escuadrón de espartanos fue acuartelado en la granja. Aquellos de entre ellos que sabían escribir habían inscrito los nombres de sus amigos en las paredes, junto con diversos tributos a su belleza y virtud. Recuerdo a mi padre borrando irritadamente las inscripciones hechas con carbón, mientras decía:

–Blanquead esos burdos garabatos. El muchacho nunca aprenderá a deletrear debidamente o a escribir con propiedad, teniendo esto ante sí.

Uno de los espartanos había olvidado su peine. Constituía un tesoro para mí, pero mi padre dijo que estaba sucio y lo tiró.

Por mi parte, creo que no supe lo que era la desgracia hasta que cumplí los seis años. Mi abuela, que se hacía cargo de mí cuando mi padre estaba en la guerra, murió entonces. La salud de mi abuelo Filocles (anciano alto, de hermosa barba, siempre bien cuidada y de una blancura que rayaba en lo azul, en cuya imagen incluso hoy veo al dios Poseidón) no era muy buena, y mi presencia le molestaba, por lo que mi padre contrató un ama, una mujer libre de Rodas.

Era esbelta y atezada, y parecía que por sus venas corría algo de sangre egipcia. Más tarde supe, sin saber lo que signi