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A la mañana siguiente, Román Escudero, tras reunirse con su equipo que llevaba veinticuatro horas investigando, recopiló los datos y se presentó en el despacho de la jueza Anne Campuzano. Datos, la palabra que más se pronunciaba en la comisaría, como una especie de mantra, datos, datos, datos, a ser posible que pareciesen verdaderos. Una de las dificultades del «caso Pene» era analizar los hechos con objetividad. Por ejemplo, Román tenía que dejar a un lado su condición masculina. ¡Qué cojones!, ¿cómo podía, siendo varón, no ver el asunto en tales términos? Pero los datos no pueden tener condiciones previas. No hay verdades para chicos y verdades para chicas. Los datos son ciertos y la verdad no tiene sexo, se dijo, aunque poco convencido, pues vivía con su mujer y dos hijas gemelas adolescentes. Solo pedía al cielo que no se enterasen de la investigación en su casa. Llamó a la puerta y escuchó el permiso para entrar.
Anne rogó a Román que se sentase mientras firmaba unos papeles. En la mesa del despacho de la jueza había un retrato de joven, sonriente, y una orquídea de flores moradas. Unos bombones de chocolate muy negro y media docena de bolígrafos con la publicidad de «Frutería Merche». Jamás creyó que un juez firmase documentos oficiales con un bolígrafo de propaganda.
—Tengo una pluma, pero la uso para escribir poemas —dijo ella ante la expresión de sorpresa del policía.
Román sonrió.
—Para las sentencias de muerte prefiero bolígrafos regalados. Además, yo estoy a muerte con mi frutera.
Y se escuchó el trazo de la punta sobre el papel.
Se conocieron hacía unos cuatro años, cuando su amigo Loizaga y ella…, bueno, en fin, nadie sabía cómo definir esa relación. En el trabajo habían coincidido en una docena de investigaciones, pero siempre manteniendo las distancias profesionales. Ahora eran buenos amigos, de los que toman vinos juntos. Aunque no pensaba confesarlo ni siquiera sometido a tortura, a Román, Anne le producía cierto miedo. Susto. Demasiada mujer. Mejor como amiga. No era su tipo, nunca sabía qué estaba pensando, siempre lo descolocaba.
—Y bien, ¿cómo llevamos el «caso Pene»? —dijo Anne dejando de firmar.
Para muestra un botón, pensó Román. Y empezó a enumerar la larga ausencia de datos.
La señora de la limpieza que llamó a la Policía, una dominicana cincuentona que se santiguaba cada tres palabras, no había visto a nadie, nunca, ella siempre recibía el aviso en el móvil, cogía su fregona, sacaba su tarjeta de acceso y limpiaba el apartamento. En los últimos dos años, «desde que instalaron el aparatito», no había coincidido jamás con ningún ser humano.
Hora de entrada: las ocho de la mañana.
Hora de llamada al 112: las ocho y cuatro minutos.
—¿Por qué tan pronto? —preguntó Anne.
—El sistema avisa cuando el apartamento es desalojado.
—Entendido.
Todo el inmueble, dijo el policía, estaba informatizado. El cliente, después del pago de la reserva, recibía una llave electrónica en el móvil, que no era llave ni nada, sino un código QR que se activaba al llegar al portal, y luego a la vivienda. Todo se hacía sin intervención humana directa. He aquí un inconveniente de los avances tecnológicos, pensó Anne. Ahora en el mundo se ejecutan millones de acciones sin mediar las personas y, en consecuencia, no hay cotillas. En este punto de la investigación, hace pocos años, había un conserje chismoso o un recepcioni