: Luis Miguel Guerra
: Annual Un cementerio sin tumbas
: Edhasa
: 9788435046473
: Narrativas Históricas
: 1
: CHF 8.40
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 448
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En medio de la difícil y escandalosa situación en el Rif, Jacinto Cadenas, arquitecto, llega a Melilla para visitar a su hermano Andrés, capitán del Estado Mayor del Ejército español.Éste sabe que los principales mandos del ejército y la alta burguesía están aprovechando la contienda para desviar fondos en provecho propio y traficar con armas. Al poco, Andrés aparece muerto por un disparo cerca de su coche, y Jacinto, que sospecha que no ha sido el tiro fortuito de un rifeño, empieza su propia investigación... Mientras tanto, gracias a la amistad que los une, tres soldados -un canario, un catalán y un maño- consiguen sobrellevar las miserias y atrocidades de la guerra, la misma guerra que dirigen los altos mandos corruptos... A medio camino entre el género bélico, el histórico y el thriller, aunque siempre con detallada documentación y verosimilitud Luis Miguel Guerra nos embarca en una historia trepidante que se desarrolla y confluye en el conocido históricamente como Desastre de Annual, la derrota militar española ante los rifeños comandados por Abd el-Krim cerca de la localidad marroquí de Annual, el 22 de julio de 1921.

Luis Miguel Guerra, Barcelona, 1963, es licenciado en Geografia e Historia por la UB y máster por la Universidad autónoma de Barcelona.Especializado en la España del primer tercio del siglo XX, es profesor en ejercicio en un centro de Bachillerato. De fuertes inquietudes sociales, ha impulsado iniciativas en el campo de la cooperación para el desarrollo en países latinoamericanos y africanos y participa activamente en la vida política y social de su entorno más próximo. Annual es su tercera novela publicada en Edhasa, tras La peste negra (2006) y La ruta perdida (2008), además del ensayo El nieto de los rojos (Ediciones La Lluvia, 2013) sobre la Segunda República.

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Melilla, 15 de enero de 1921

El teniente ordenó romper filas a los soldados que habían formado frente al cuerpo de guardia. Mientras sus hombres se retiraban al interior del cuartel, el oficial se quedó mirando la pequeña comitiva de vehículos Ford T que hacía unos momentos estaban estacionados frente a la Comandancia General y ahora se alejaban a gran velocidad por una de las calles cercanas.

El sol surgía del mar, y las luces de las farolas comenzaban a diluirse con los primeros rayos. Gran parte de Melilla aún dormía, y los vehículos no tuvieron problemas para salir de una ciudad habitualmente bulliciosa.

Les esperaba un largo trayecto, más de cien kilómetros, hasta su destino a través del territorio adscrito a su circunscripción. Un recorrido de pistas de tierra donde cada metro había sido ganado con sangre. Un mundo duro y hostil donde la vida pasaba lentamente y la violencia era lo común. Duro era el clima, dura la tierra, duras eran sus gentes y duro tenía que ser cualquiera que quisiera permanecer allí. Y, por si fuera poco, una sequía terrible asolaba la parte oriental del Protectorado español, sumiendo a las tribus en un estado lamentable de hambruna y enfermedades que venían a completar un panorama desolador. Para unos, aquella tierra era lo que quedaba del imperio; para otros, el entretenimiento de un ejército aún abrumado por la derrota del 98, y para muchos, su tumba.

En las lindes de las pistas podía observarse el microcosmos de personas que conformaba la realidad diaria de la región. Las nubes de polvo que levantaban los vehículos hacían más penoso el camino de los grupos de nativos, hombres y mujeres, que se dirigían lentamente hacia los zocos melillenses. Cargados con enormes haces de matorrales para usar como combustible y fardos voluminosos transportados a mano, recorrían grandes distancias cada día con la esperanza de poder venderlos o cambiarlos directamente por comida. Inconfundibles por su indumentaria, vestidos con pantalones bombachos, llevaban ellos una chilaba de lana hasta las rodillas y ellas una camisa larga de seda. Sobre la cabeza de los varones, un turbante blanco de algodón; las mujeres, en cambio, se cubrían con un pañuelo, aunque no se tapaban la cara, como en otros lugares de religión islámica, y mostraban orgullosas los tatuajes en forma de cruz que lucían en la frente y la barbilla, y que algunos relacionaban con un pasado cristiano anterior a la llegada del islam. Los hombres calzaban babuchas de esparto; la mayoría de las mujeres iban descalzas. Muchas llevaban criaturas a la espalda, atadas con el mismo pañuelo que las cubría en hábil combinación de nudos y dobleces. Los niños que ya podían andar seguían a sus padres, y corrían tras las caballerías removiendo los excrementos en busca de granos de cebada no digeridos para comerlos. Algunos ya portaban cargas similares a las de sus mayores, lo que daba su infancia por terminada; sin embargo, si uno se fijaba bien, sus miradas seguían siendo las de un niño.

También había españoles en el camino. Era la penetración pacífica representada por colonos, la mayoría mineros y agricultores, aunque también había buhoneros y cantineros que seguían a la conquista militar. Vendían sus mercancías a precio de oro a soldados, colonos y nativos en pequeños almacenes construidos con maderas y planchas metálicas, donde se amontonaban todo tipo de artículos desvencijados o de baja calidad, así como alimentos y bebidas de dudoso origen y salubridad. La avaricia de la mayoría de ellos no conocía límites, pero representaban el único comercio de la zona y mantenían relaciones con las tribus, aunque a menudo se dedicaran a engañarles cambiándoles lo poco que de valor tenían por quincalla. Pero en aquel tiempo había aparecido la peor calaña de todos ellos, los que, aprovechándose del hambre de las gentes, traían grano, habitualmente podrido, a un precio desorbitado.

Y, por último, estaban los soldados, la tropa encargada de velar por que se extendiera la civil