: Caitlin Doughty
: Hasta las cenizas Lecciones que aprendí en el crematorio
: Plataforma
: 9788410079809
: 1
: CHF 9.80
:
: Biographien, Autobiographien
: Spanish
: 288
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Caitlin Doughty tenía poco más de veinte años y un diploma reciente en Historia medieval cuando aceptó un trabajo en un crematorio. Un trabajo como cualquier otro, sobre todo si desde siempre has sentido cierta atracción por lo macabro. Y lo que iba a ser algo temporal acabó convirtiéndose no solo en el trabajo de su vida, sino en una forma de comprender -y reírse- de la muerte. Este insólito libro nos sumerge en la hermética cultura de quienes cuidan de los difuntos para dejarnos escenas inolvidables y datos que nunca creímos que podíamos conocer: ¿un cadáver puede contagiarnos una enfermedad? ¿Cuántos cuerpos caben en una furgoneta? ¿Qué aspecto tiene una calavera en llamas? Rodeada de cadáveres que han llegado allí por las más diversas causas, Doughty nos conduce a través del mundo de los muertos para contarnos cómo barría las cenizas de las máquinas (y a veces sobre su ropa), la secreta historia de la cremación y la inhumación, e incluso nos ilustra acerca de las prácticas funerarias de diferentes culturas. Honesto y sincero, autocrítico y cómicamente irónico, Caitlin Doughty convierte un tema tabú como la muerte en algo corriente y, por extraño que parezca, fascinante.

Caitlin Doughty es especialista en tanatopraxia, administradora de una funeraria y creadora del canal de YouTube Ask a Mortician, además licenciada en Historia medieval. Es también fundadora de The Order of the Good Death y cofundadora de Death Salon. Sostiene que nuestro miedo a morir supone un trastorno para nuestra cultura y para la sociedad, y aboga por abordar mejor nuestra relación con la muerte (y con nuestros difuntos). Vive en Los Ángeles.

La caja de sorpresas


A Padma la conocí en mi segundo día en Westwind. No es que Padma fuera gorda. «Gorda» es una palabra simple, con connotaciones simples, pero Padma era más bien una criatura de una película de terror, la protagonista deLa resurrección de la bruja vudú. El mero hecho de verla tendida en la caja de cartón del horno crematorio te provocaba un estremecimiento. «Oh, Dios mío –te preguntabas–, ¿qué es esto?, ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Qué mierda es esto? ¿Por qué?».

En cuanto a orígenes raciales, Padma tenía la piel oscura, una mezcla entre África del Norte y Sri Lanka. La descomposición la había tornado negra como el carbón. El pelo se le desparramaba en todas direcciones en forma de largos mechones apelmazados, de la nariz le salía una gruesa telaraña de moho blanco que le cubría medio rostro y se extendía incluso sobre los ojos y la boca abierta. La parte izquierda de su pecho presentaba una profunda hendidura, como si alguien le hubiera arrancado el corazón en un elaborado ritual.

Padma tenía poco más de treinta años cuando murió a causa de una rara enfermedad genética. Su cuerpo se conservó durante meses en el hospital de la Universidad de Stanford a fin de que los médicos pudieran hacerle pruebas y averiguar la causa de su muerte. Cuando llegó a Westwind, el cadáver tenía un aspecto surrealista.

Pero, por grotesca que resultara Padma a mis ojos de principiante, no podía apartarme del cadáver como un cervatillo asustado. Mike, el director de la funeraria, había dejado bien claro que si quería ganarme el sueldo no podía mostrarme aprensiva con los cadáveres, y yo me moría por demostrarle que era capaz de comportarme con la misma frialdad clínica que él.

«Una telaraña de moho, ¿no? Claro, lo he visto millones de veces. Lo que me sorprende es que en este caso no haya más, la verdad». Eso es lo que diría yo, con el aplomo de una auténtica profesional de la muerte.

La muerte puede parecerte casi glamurosa hasta que ves un cadáver como el de Padma. Te imaginas a una enferma de tisis en la época victoriana que muere con una gota de sangre en la comisura de sus labios sonrosados. Cuando Annabel Lee, el gran amor de Edgar Allan Poe, fallece y la entierran, el escritor no puede dejarla sola, de modo que va al cementerio para «acostarme junto a mi amor –lo que más quiero–, mi vida y mi esposa, en su sepulcro junto al mar, en esta tumba desde la que se oye el rugido de las olas».

El cadáver exquisito, blanco como el alabastro, de Annabel Lee. No se mencionan los efectos de la descomposición, la pestilencia que debió de sufrir el desolado Poe al abrazar a su amada.

Pero no era solamente Padma. Lo que veía en el día a día de mi trabajo en Westwind era más brutal de lo que había imaginado. Mi jornada laboral empezaba a las 8:30, cuando ponía en marcha los dos «quemadores», que es como suelen llamarse en la industria los hornos crematorios. Durante el primer mes llevaba conmigo una chuleta con las instrucciones y manejaba con mano insegura los diales, que parecían salidos de una película de ciencia ficción de los años setenta, para que se iluminaran los botones rojos, azules y verdes que indicaban la temperatura, encendían los quemadores y controlaban la salida de aire. Los breves momentos que transcurrían antes de que los hornos empezaran a rugir eran los más silenciosos y apacibles del día. Sin ruido, sin calor, sin presión…, únicamente una chica y unos pocos fallecidos.

Pero en cuanto los quemadores se ponían en marcha se acababa la tranquilidad. La sala se convertía en el anillo interior del infierno; se inundaba de un aire caliente y denso, vibraba con un rugido que parecía la respiración del diablo. Las paredes estaban tapizadas de un revestimiento acolchado como el de una nav