1
Alonso y Nicolás
Algún lugar cerca de Mons (Flandes), mayo de 1643
Arrellanado en la silla, tamborileaba con los dedos sobre la mesa. Frente a él, un campesino y su mujer permanecían de pie; y otro hombre, un poco más allá, se apoyaba despreocupadamente en el quicio de la puerta. La situación resultaba cada vez más tensa y el silencio se hacía insoportable. Había que romperlo de alguna manera.
El campesino quiso decir algo, pero la mano dejó de repicar sobre la madera y adoptó un gesto para indicar que no lo hiciera.
–Muy bien –dijo, poniéndose en pie–. Te creo.
La expresión de la mujer se relajó.
–Me has convencido, Jan. Este año, tus tierras no han dado lo suficiente y no me puedes entregar todo lo que pactamos. Poca lluvia... o quizá demasiada. Las gentes del campo nunca estáis conformes con nada. Agua, sequía, helada, bichos... Si hay poco llega el hambre, y si hay mucho bajan los precios... Me cuesta recordar a un campesino que me dijera alguna vez que había tenido un buen año.
Jan hizo un nuevo intento de hablar, pero otra vez se lo impidió poniéndole la mano en el hombro.
–No te justifiques más –le dijo paternalmente–. Aunque he de advertirte de algo: a menor cantidad, menor protección. Y ya sabes que en estos tiempos eso puede resultar peligroso; las partidas de bandidos son cada vez más numerosas y violentas. Has tenido suerte de tratar con nosotros, y de que yo te aprecie. Otros en mi lugar te abandonarían, e incluso podría ser peor: podríamos ser franceses, sedientos de sangre y botín... Eso no sucederá, aunque no te puedo garantizar mucho. Yo también he de pagar hombres y pertrechos, y lo que nos has dado llega donde llega. Pero no te preocupes –continuó, cambiando el tono–. Puede que no ocurra nada, y cuando volvamos, sin duda, nos darás lo que ahora nos dejas a deber y lo de la próxima visita. Y tienes suerte otra vez. –Sonrió antes de bajar la voz–. La usura no me gusta.
–Será así, no lo dudéis. Y os doy las gracias –se apresuró a decir el campesino mientras su esposa besaba la mano del hombre.
–Vamos, vamos... No soy de esos que necesitan loas y adulaciones. Y tampoco un obispo para que me andéis besando el anillo.
Cogió el sombrero de la mesa y la bolsa que Jan había puesto a su lado en pago de la protección que decían proporcionarle. Se la colgó del cinturón, y mientras se ponía los guantes hizo una indicación al que esperaba para que preparase las monturas.
Subido al caballo se dirigió de nuevo al lugareño.
–Nos vamos. Saluda de mi parte a tus hijas, que supongo andarán por ahí.
–Han ido al río –dijo el otro, nervioso.
–Sí, claro –respondió el hombre mientras azuzaba al animal.
Galoparon sin cruzar palabra hasta un bosquecillo cercano en el que cinco jinetes los esperaban.
–Que me tomen por tonto me molesta. Pero que lo haga un campesino mugriento me molesta mucho más. Id a enseñarle lo que pasa cuando tratan de ocultarme algo. Pero que no se os vaya la mano, porque ha de seguir trabajando para nosotros. Si cortáis, que sea algo q