II. PAISAJE
Lisboa, la forja de un espía
1939 1 de abril, sábado
Del alférez Pujol le han quedado grabados sus ojos vivarachos. Ojos con chispa, con un guiño de misterio que se clavaron desde el primer momento en los suyos y poco hizo por apartarlos. Y eso que iba con la chiquilla Baldasano; qué descaro y qué vergüenza. Descaro el suyo, vergüenza la mía. Pero peor fue la salida. Naturalmente, yo me quedo en el Condestable, pero él se iba, y entonces se da la vuelta, deja plantada a su acompañante, y me dice: Mañana es sábado y desearía verla, hoy apenas hemos hablado. ¿Hablado? Hablar hablan los novios, los enamorados. Mi madre siempre dice: Fulanito habla con Fulanita, y eso es como certificar que se han comprometido. ¿Y yo qué iba a contestarle? Que sí, que bueno, que a las seis salgo del banco. ¿Habrá sido mucho decir? En fin, por probar no pierdo nada y si hay que ir al cine, mejor no ir sola, que abundan los enamorados de trinchera.
En el cielo de Burgos hay pinceladas de plomo y el viento trae el primer calor de la primavera. Juan está a las puertas del banco y la saluda sin opción a las dudas.
–La habré sorprendido ayer.
–No, me ha hecho gracia –responde Araceli sin saber muy bien lo que dice.
–¿Le parezco gracioso?
–Pues la verdad sea dicha, sí. Se presenta con la sobrina del señor Fernández-Shaw y me pide a mí que hoy nos veamos. Un poco raro, ¿no?
–Clara es mi madrina de guerra. Me ha ayudado como no se puede hacer idea. Estaría dispuesto a matar un dragón por ella. Ahí se acaba todo.
–¡Un dragón! No es mal pago si tú eres la princesa.
Sin querer, cruzan la Plaza y toman Sombrerería hacia Diego Porcelos. Ni uno ni otro preguntan hacia dónde van, como si la catedral les atrajese por encima de sus voluntades, o se hubiesen dicho en algún momento que ése sería el destino de sus pasos, lo cual resulta de todo punto inexacto.
–Yo no tenía que estar en la cena de ayer.
–¡Ésa sí que es buena! ¡Ni yo tampoco! Me lo pidió el gobernador para hacer bulto.
–Y a mí Clarita, por los mismos motivos.
–Es decir, que somos dos muñecos que se ponen para que no haya sillas vacías.
–Visto desde esa frialdad, sí; pero estoy seguro de que el señor Goicoechea la aprecia más que a un fardo y no sienta en su mesa a cualquiera.
–Lo mismo puedo decir yo de su madrina. Aunque puestos a comparar, el aprecio que se adivina en la muchacha es de otra raza distinta al que pueda dispensarme a mí don Antonio, ¿me equivoco?
–No lo sé. Nuestra relación ha sido de madrina a ahijado, y viceversa. Y todo hay que decirlo, muy bonita además.
–Yo también he sido madrina de no sé cuántos. Les hacíamos paquetitos con tabaco, con bufandas, con lectura...
–Y con Franco y José Antonio.
–Sí, sí; con todos los requisitos. Con nuestra virgen de los Ojos Grandes y unos calcetines de lana que hacía mi madre, porque yo no calceto.
Y de Lugo a Barcelona; de los bailes al cine, de los pollos catalanes a las va