VIERNES, 10 DE ENERO DE 1586
Aquel viernes me desvelé de un sueño agitado ya de madrugada, sintiéndome exhausto y sediento, tras varios días postrado por la fiebre. Salí de la casa, recogí agua del aljibe y bebí sentado sobre el canto del pozo, rodeado de oscuridad y reposo, sin saber que aquélla era la última noche de paz que disfrutaría la ciudad de Santo Domingo y que las calamidades de la guerra, con su tributo de dolor, violencia y muerte, estaban a punto de desatarse sobre la isla Española.
Devoré un pedazo de pan de cazabe duro y volví a sumergirme en un torrente de sueños, algunos amables, otros crueles, hasta que, bien entrada la mañana, se abrió paso entre la bruma de mi mente el redoble de campanas de las iglesias de la ciudad. Los carillones tronaban de forma alocada, suspendiendo las rutinas y costumbres de los vecinos, mudando las horas de oficios divinos y humanos, como sucede en tiempo de grandes peligros, y llamando a todos los hombres en edad de combatir a reunirse al pie de la fortaleza Ozama para la defensa de la ciudad.
Ignoro cuánto tiempo llevaban repicando, pero rápidamente sus ecos se mezclaron con los gritos de mis vecinos y el ruido de los carros y las bestias que se desplazaban, pero no hacia el este, donde se alza la fortaleza, sino hacia el norte, hacia el camino que comunica Santo Domingo con el resto de la isla. «¿Las autoridades emplazan a la defensa mientras los vecinos huyen?», pensé. Aquella confusión era más propia del mundo alucinado de los sueños que de la realidad discernible, por lo que terminé de desperezarme, me enjuagué el rostro en la jofaina y me vestí para, al instante, sumergirme en la acción como quien se incorpora a un relato o a una canción ya comenzada, buscando hallar un sentido de delante hacia atrás a lo que estaba sucediendo.
Tres carretas cruzaron a la carrera la calzada con el cajón embarazado de pertenencias y familias, mujeres, niños y ancianos, mientras los hombres azuzaban a los caballos con tanta premura que poco les faltó para arrollarme. Debía ser mediodía, y hacía rato que la alarma había sonado, ya que todos los comercios estaban cerrados. Al otro lado de la calle, mi vecina, la viuda de Montes, llegaba a su casa, y me acerqué para preguntarle por qué estaba la ciudad alborotada.
–Un pescador se presentó esta mañana ante la guardia de la Real Audiencia. Cuenta que vio, al anochecer, más de diez velas navegando a la altura del cabo de Caucedo. Barcos grandes, galeones, algunos de más de cien o doscientas toneladas.
No podían ser españoles, porque las flotas que zarpaban de Sevilla no cruzaban el océano hasta la primavera, para evitar los huracanes y las tempestades, y navegaban siempre por la banda norte de la isla, nunca por el sur, donde se encuentra Santo Domingo.
–¿Viste qué gente era?
–No. Pero con toda seguridad son piratas.
Era la única posibilidad, ciertamente, en ese lugar y en esa época del año. Franceses, ingleses, quizá. Sólo quedaba saber si estaban de paso o si era su intención atacar la ciudad. La viuda sacó una gran llave y abrió la puerta de su casa con un sosiego ajeno a la agitación que dominaba la ciudad.
–¿No tiene miedo?
–No.
Me miró desde el dintel, sosteniendo un pequeño y delicado cántaro con leche sobre la palma de la mano, y me hizo gesto de que pasase.
–Pero mi hermana se marcha, y no quiero que lo haga sola. Vendrá a recogerme ahora, con sus hijas. Pasa, quiero entregarte una cosa.
Mi obligación era presentarme a la mayor brevedad ante las autoridades de la Real Audiencia, en la fortaleza, pero en medio de la desbandada nadie notaría mi demora y además tenía un