Decir que lo conocí de mayor sería una trivialidad de esas para quedar bien. No, yo a Ricard Grau lo conocí de viejo. Había nacido en el año1905, como Joan Coromines o Jean-Paul Sartre, y lo vi por primera vez en la cocina de su casa un martes de Semana Santa del año 2000. Sentado a la mesa, leía meticulosamente las páginas internacionales deLa Vanguardia desplegada ante él siguiendo el texto con el dedo, como un niño cuando aprende a leer. Me pregunté si lo hacía para ayudar a su cansada vista o para intentar comprender algo del nuevo desorden global que, por tercera o cuarta vez en su ya longeva vida, le estaba desbaratando la idea del mundo que había ido conformándose.
Aquel día de mediados de abril, había salido en bicicleta con Miquel, su nieto mediano, y Gemma, una amiga común, ambos bastante buenos deportistas. Recorrer las carreteras de Cerdanya un día laborable, sin el tránsito constante de esquiadores, era una delicia. A pesar de estar bien entrada la primavera, en las zonas más elevadas la calzada era apenas una lengua larga y reluciente que se abría paso entre claros de nieve que moteaban unos prados que, tan solo unas semanas después, en pleno estallido de un verdor que daña a la vista y nos ablanda el espíritu a la gente de la tierra baja, acogerían a los rebaños de vacas y caballos de raza hispanobretona típicos del paisaje de la comarca.
Pero aquel día aún tranquilo de barceloneses, el paisaje era completamente blanco y gélido, y me pasé toda la mañana repartiendo el esfuerzo entre pedalear con la máxima energía posible para seguir a mis dos compañeros, más acostumbrados a estas altitudes y, todo sea dicho, más jóvenes, y mantener la bicicleta dentro de la estrecha tira de asfalto. Y, por mucho que la labor hiciera sudar, el viento helado se me caló hasta los huesos.
Entre una cosa y otra, mi aspecto debía de ser de lo más deplorable cuando llegamos a la casa. Tras el inagotable subir y bajar de las carreteras de montaña, las piernas me sostenían con dificultad. Estaba agarrotado y tenía los ojos llorosos y la cara cortada por el aire que nos sacudía a los tres como maracas mientras descendíamos el puerto de la Perxa a toda velocidad. Probablemente, no era el momento idóneo para entablar relaciones, y, de hecho, Ricard no se mostró demasiado alterado por la ruidosa presencia del trío de deportistas. Puesto que Carme, la madre de Miquel, insistió en que nos quedáramos a comer, agotado y aterido como estaba, no tuve fuerzas para negarme.
—Esta porrusalda os va a dejar como nuevos —aseguró.
Desconocía aquel plato, pero en casa de los Bort-Grau, conocida de toda la vida como Cal Miquelet, comer esta sopa en Pascua y cuaresma es una tradición familiar que implantó el propio Ricard en el año 1938.
La porrusalda es un guiso de puerros, patata y bacalao tradicional de la cocina vasca: se escalda el bacalao desalado unos minutos, se le retiran las espinas y se corta en dados. Se rehogan los puerros con un diente de ajo y aceite en abundancia. Se cubre el sofrito con el agua de hervir el bacalao o caldo sobrante de verduras, se agregan las patatas y, en el último momento, el pescado. Es un plato de resistencia, de montaña y de cuando el bacalao era comida de pobres. No tiene ningún misterio gastronómico. Pero con aquel frío glacial que me recorría el cuerpo de la cabeza a los pies, me pareció un manjar exquisito.
—Este plato me lo enseñaron los vascos —dijo de pronto Ricard sin apartar los ojos del periódico.
Recuperado del frío por la sopa y los dos vasos de vino de la bota superviviente de los tiempos de penurias, mi espíritu sabueso se activó. Interrogué con la mirada a Carme, que entraba y salía de la cocina sin parar porque la reclamaban constantemente en la tienda, a pesar de ser la hora de comer, y asintió con la cabeza. Pero también me hizo un gesto de espantar moscas con la mano, que me indicaba claramente que no siguiera por aquel camino pues no sacaría nada en claro. No obstante, cuando uno lleva dentro el espíritu de la contradicción, como me decía la abuela, basta que le digan que lo deje estar para que se meta hasta el fondo. Pregunté qué quería decir el abuelo con aquello de los vascos a Miquel y a su hermano, Josep, que acababa de entrar a comer tras cerrar la tienda de esquís y bici