: Rafael Vallbona Sallent
: La casa de la frontera (epub)
: Milenio Publicaciones
: 9788419884114
: eMilenio
: 1
: CHF 12.50
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 296
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
La casa de la frontera es un bar, un hostal y un colmado junto a la aduana francesa, en Puigcerdà, que pertenece a la familia Grau desde que la comprara a finales del siglo xix. El día de su jubilación, mientras apaga por última vez las luces de la tienda, Carme repasa la vida de su familia -desde los tatarabuelos hasta los hijos- y recuerda sin nostalgia la historia de la casa. Un lugar de paso, rodeado de un imponente paisaje pirenaico, donde se han cruzado muchos destinos -aventureros, fugitivos o exiliados- y que ha sido testigo de episodios relevantes de la historia: la Semana Trágica, la Guerra Civil, la miseria de la posguerra, el auge del turismo o la construcción del túnel del Cadí. Ahora que cierra, Carme siente cómo su mundo se apaga. Porque aquellas vidas que a lo largo de cinco generaciones han habitado la casa son ya parte de la suya. Y porque los muros de la casa conservarán para siempre el relato de miles de vidas anónimas que son el reflejo de una época. Con una reconstrucción histórica bien trabada, moviéndose entre el presente y el pasado, y jugando con la doble perspectiva de realidad y ficción, Rafael Vallbona ha escrito una novela coral que mantiene la intriga y la emoción por una tierra y unos personajes -con sus esperanzas e ilusiones, sus anhelos y sus miedos- que han dejado huella en la historia de su tierra.

Rafael Vallbona (Barcelona, 1960). Es escritor y periodista. Autor de sesenta libros de todos los géneros: novelas, ensayos, poemarios y libros de viajes, algunos de los cuales han sido traducidos. Ha sido galardonado, entre otros, con los premios Amat Piniella y Néstor Luján de novela histórica, Ernest Udina de periodismo, Columna Jove y Ramon Muntaner de novela juvenil, Ferran Canyameres de novela negra y Jocs Florals de Barcelona de poesía. Con La casa de la frontera recibió en 2017 el premio de novela BBVA Sant Joan, uno de los principales de la literatura catalana. Colabora en diversos medios de comunicación y ejerce de profesor en la Facultat de Comunicació Blanquerna (Universitat Ramon Llull).

3

Decir que lo conocí de mayor sería una trivialidad de esas para quedar bien. No, yo a Ricard Grau lo conocí de viejo. Había nacido en el año1905, como Joan Coromines o Jean-Paul Sartre, y lo vi por primera vez en la cocina de su casa un martes de Semana Santa del año 2000. Sentado a la mesa, leía meticulosamente las páginas internacionales deLa Vanguardia desplegada ante él siguiendo el texto con el dedo, como un niño cuando aprende a leer. Me pregunté si lo hacía para ayudar a su cansada vista o para intentar comprender algo del nuevo desorden global que, por tercera o cuarta vez en su ya longeva vida, le estaba desbaratando la idea del mundo que había ido conformándose.

Aquel día de mediados de abril, había salido en bicicleta con Miquel, su nieto mediano, y Gemma, una amiga común, ambos bastante buenos deportistas. Recorrer las carreteras de Cerdanya un día laborable, sin el tránsito constante de esquiadores, era una delicia. A pesar de estar bien entrada la primavera, en las zonas más elevadas la calzada era apenas una lengua larga y reluciente que se abría paso entre claros de nieve que moteaban unos prados que, tan solo unas semanas después, en pleno estallido de un verdor que daña a la vista y nos ablanda el espíritu a la gente de la tierra baja, acogerían a los rebaños de vacas y caballos de raza hispanobretona típicos del paisaje de la comarca.

Pero aquel día aún tranquilo de barceloneses, el paisaje era completamente blanco y gélido, y me pasé toda la mañana repartiendo el esfuerzo entre pedalear con la máxima energía posible para seguir a mis dos compañeros, más acostumbrados a estas altitudes y, todo sea dicho, más jóvenes, y mantener la bicicleta dentro de la estrecha tira de asfalto. Y, por mucho que la labor hiciera sudar, el viento helado se me caló hasta los huesos.

Entre una cosa y otra, mi aspecto debía de ser de lo más deplorable cuando llegamos a la casa. Tras el inagotable subir y bajar de las carreteras de montaña, las piernas me sostenían con dificultad. Estaba agarrotado y tenía los ojos llorosos y la cara cortada por el aire que nos sacudía a los tres como maracas mientras descendíamos el puerto de la Perxa a toda velocidad. Probablemente, no era el momento idóneo para entablar relaciones, y, de hecho, Ricard no se mostró demasiado alterado por la ruidosa presencia del trío de deportistas. Puesto que Carme, la madre de Miquel, insistió en que nos quedáramos a comer, agotado y aterido como estaba, no tuve fuerzas para negarme.

—Esta porrusalda os va a dejar como nuevos —aseguró.

Desconocía aquel plato, pero en casa de los Bort-Grau, conocida de toda la vida como Cal Miquelet, comer esta sopa en Pascua y cuaresma es una tradición familiar que implantó el propio Ricard en el año 1938.

La porrusalda es un guiso de puerros, patata y bacalao tradicional de la cocina vasca: se escalda el bacalao desalado unos minutos, se le retiran las espinas y se corta en dados. Se rehogan los puerros con un diente de ajo y aceite en abundancia. Se cubre el sofrito con el agua de hervir el bacalao o caldo sobrante de verduras, se agregan las patatas y, en el último momento, el pescado. Es un plato de resistencia, de montaña y de cuando el bacalao era comida de pobres. No tiene ningún misterio gastronómico. Pero con aquel frío glacial que me recorría el cuerpo de la cabeza a los pies, me pareció un manjar exquisito.

—Este plato me lo enseñaron los vascos —dijo de pronto Ricard sin apartar los ojos del periódico.

Recuperado del frío por la sopa y los dos vasos de vino de la bota superviviente de los tiempos de penurias, mi espíritu sabueso se activó. Interrogué con la mirada a Carme, que entraba y salía de la cocina sin parar porque la reclamaban constantemente en la tienda, a pesar de ser la hora de comer, y asintió con la cabeza. Pero también me hizo un gesto de espantar moscas con la mano, que me indicaba claramente que no siguiera por aquel camino pues no sacaría nada en claro. No obstante, cuando uno lleva dentro el espíritu de la contradicción, como me decía la abuela, basta que le digan que lo deje estar para que se meta hasta el fondo. Pregunté qué quería decir el abuelo con aquello de los vascos a Miquel y a su hermano, Josep, que acababa de entrar a comer tras cerrar la tienda de esquís y bici