PRÓLOGO
Britania, noviembre 60 d. C.
El rey murió poco antes del amanecer.
Junto a la choza redonda imperial, los cortesanos esperaban en silencio en torno a un gran fuego. En otro momento habrían estado bebiendo y hablando en voz alta con mucha animación, interrumpidos por las canciones que se entonaban de repente en medio del jolgorio general. Pero aquella última noche se habían quedado sentados con un humor sombrío, y sus conversaciones, quedas, se limitaban a breves comentarios sobre el futuro del reino después de que Prasutago hubiese abandonado este mundo. Se sabía que recientemente había cambiado su testamento y nombrado coheredero al emperador romano Nerón, junto con su reina. Las noticias habían sorprendido mucho a su pueblo, que lo consideraba un acto de traición.
¿Con qué derecho Prasutago había entregado la mitad del reino iceno a un déspota que vivía en una ciudad muy lejana, más allá del mar? Además, Nerón era el gobernante de un reino cuyas legiones habían aplastado un pequeño levantamiento y matado a la mayoría de los guerreros de la tribu sólo unos cuantos años antes, cuando Escápula era gobernador. Los soldados romanos habían saqueado pueblos y abusado de las mujeres. Los veteranos, establecidos en la colonia fundada en Camuloduno, se habían apoderado de las tierras de los granjeros y las propiedades de los nobles que bordeaban el territorio. Todo aquello fue causa de gran vergüenza para el orgulloso pueblo de los icenos. Ahora, hacían lo que podían para aliviar la carga de la humillación, negándose a comerciar con mercaderes romanos y rechazando, en lo posible, todo contacto con los invasores.
Aunque los consejeros del rey hubiesen compartido los sentimientos del pueblo con respecto de ese testamento, habían acabado aceptando, igual que Prasutago, que era necesario un acuerdo con Roma si la tribu quería tener algún control de su destino. El tema crítico era el tratado que había seguido a la invasión diecisiete años antes. A cambio de aceptar la protección romana y en reconocimiento de su gobierno de la tribu, el rey había accedido a que Roma tuviese el derecho de coronar a su sucesor. En aquellos tiempos, se le había asegurado que sería una simple formalidad, pero él y sus consejeros habían sabido al final que la condición de «rey cliente», como lo llamaban los romanos, era poco más que un estado precursor de la anexión del reino, después de lo cual Roma lo gobernaría directamente.
El rey y su consejo habían confiado en que, nombrando a Nerón coheredero, se aplacase el apetito de Roma y que, al mismo tiempo, se tomase como prenda de la lealtad icena al Imperio. Algunos habían asegurado que era una falsa esperanza y habían señalado el ejemplo de otras tribus que habían llegado a lamentar tratar con Roma. El asunto resultaba aún mucho más preocupante por la información que había recibido Prasutago del gobernador de Londinium de que la plata regalada al rey en la época del acuerdo de hecho no era un regalo, sino un préstamo. Roma pretendía ejecutarlo, con intereses, en el momento en que muriese Prasutago. Gran parte de las monedas se habían usado para comprar grano y alimentar al pueblo, después de las malas cosechas de los últimos dos años, y quedaba muy poco para devolver a los prestamistas romanos.
El conocimiento de todo esto pesaba mucho en la mente de los que estaban reunidos en torno al féretro, en el salón real, donde yacía el cuerpo del rey. Llevaba diez días sintiéndose demasiado débil para levantarse del lecho, y su esposa y reina, Boudica, no se había apartado de él ni un instante, lo había cuidado lo mejor que había