: Ford Madox Ford
: El buen soldado
: Edhasa
: 9788435047371
: 1
: CHF 5.30
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 864
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En una novela tan breve como 'El buen soldado', Ford Madox Ford relata dos suicidios, dos vidas arruinadas, una muerte y el descenso a la locura de una joven muchacha. Mediante esta historia de pasión protagonizada por los matrimonios Ashburnham y Dowell se nos muestran las interioridades de lo que se dio en llamar 'alta sociedad internacional'. El autor nos adentra en esta sociedad entre guerras donde mantener las apariencias era lo más importante y todos los asuntos oscuros y crueles debían mantenerse ocultos.

Novelista y editor inglés, autor de unas ochenta obras literarias, en las que dejó siempre una impronta de audaz y arriesgado narrador, muestra de la variedad de sus intereses: novelas, poemas, crítica literaria, biografías, libros de viaje. Editor excelente, dio a conocer a autores como Joseph Conrad, H. G. Wells, James Joyce, Ezra Pound o Gertrude Stein, entre otros. Junto a La quinta reina de Enrique VIII, El buen soldado es sin duda su obra más importantel. También escribió la tetralogia El final del desfile basándose en sus propias experiencias en el frente y la obra Ladies Whose Bright Eyes, una curiosa novela en la que un viajero de la época acaba involuntariamente en plena Edad Media y se da cuenta que no sabe nada que le pueda ayudar a sobrevivir en esa época, podríamos decir que es el reverso irónico de la obra d Mark Twain Un yanki en la corte de del Rey Arturo.

CAPÍTULO I

Ésta es la historia más triste que jamás he oído. Habíamos tratado a los Ashburnham durante nueve temporadas en la ciudad de Nauheim con gran intimidad..., o, más bien, habíamos mantenido con ellos unas relaciones tan flexibles y tan cómodas y sin embargo tan íntimas como las de un guante de buena calidad con la mano que protege. Mi mujer y yo conocíamos al capitán Ashburnham y a su señora todo lo bien que es posible conocer a alguien, pero, por otra parte, no sabíamos nada en absoluto acerca de ellos. Se trata, creo yo, de una situación que sólo es posible con ingleses, sobre quienes, incluso en el día de hoy, cuando me paro a dilucidar lo que sé de esta triste historia, descubro que vivía en la más completa ignorancia. Hasta hace seis meses no había pisado nunca Inglaterra y, ciertamente, nunca había sondeado las profundidades de un corazón inglés. No había pasado de sus aspectos más superficiales.

No quiero decir con eso que no conociéramos a muchos ingleses. Viviendo, como nos veíamos obligados a hacerlo, en Europa, y siendo, como nos veíamos obligados a serlo, americanos ociosos, lo cual equivale a decir que éramos muy poco americanos, no nos quedaba otro remedio que frecuentar la compañía de los ingleses de clase alta. Porque París era nuestro hogar, algún sitio comprendido entre los límites de Niza y Bordighera nos proporcionaba cuarteles de invierno todos los años, y Nauheim siempre nos recibía desde julio hasta septiembre. Deducirá usted de estas afirmaciones que uno de los dos estaba, como suele decirse, «delicado del corazón», y, cuando le diga que mi esposa ha muerto, comprenderá que era ella la enferma.

El capitán Ashburnham también estaba delicado del corazón. Pero, mientras pasar un mes al año aproximadamente en Nauheim le dejaba en perfectas condiciones para los otros once, nuestros dos meses apenas bastaban para mantener viva a la pobre Florence de un año para otro. La razón de que el capitán estuviera delicado del corazón era al parecer el polo, o un exceso de deportes violentos durante su juventud. La razón de la destrozada vida de la pobre Florence fue una tormenta en el mar durante nuestra primera travesía hacia Europa, y el motivo básico de nuestra reclusión en el viejo continente era la prescripción de los médicos. Decían que incluso la breve travesía del canal de la Mancha podía muy bien acabar con mi pobre esposa.

Cuando los conocimos, el capitán Ashburnham, de vuelta a casa, por razones de enfermedad, de una India a la que nunca regresaría, tenía treinta y tres años; la señora Ashburnham (Leonora), treinta y uno. Yo treinta y seis y la pobre Florence treinta. De manera que ahora mi mujer tendría treinta y nueve y el capitán Ashburnham cuarenta y dos; mientras que yo tengo cuarenta y cinco y Leonora cuarenta. Ya ve usted, por tanto, que nuestra amistad ha sido un asunto de los primeros años de la edad madura; todos éramos muy tranquilos por temperamento, y los Ashburnham, de manera especial, eso que en Inglaterra se denomina de ordinario «gente muy bien».

Descendían, como probablemente ya habrá usted adivinado, de los Ashburnham que acompañaron al cadalso a Carlos I, y, como también cabe esperar en este tipo de ingleses, no hacían la menor ostentación de ello. La señora Ashburnham era una Powys; Florence, una Hurlbird de Stamford, en Connecticut, donde, como usted sabe, la gente está más chapada a la antigua que l