SEÑOR KAFKA
Cada mañana el casero entra de puntillas en mi cuarto. Puedo escuchar sus pasos. La habitación es tan larga que se podría ir en bicicleta desde la puerta hasta mi cama. El casero se inclina sobre mí, se gira, le hace una señal a alguien detenido junto a la puerta y dice:
—Está aquí el señor Kafka.
Y perfora tres veces el aire con su índice para, a continuación, marcharse caminando despacio hacia la puerta, donde la casera le entrega una bandeja metálica con un panecillo y una taza de café. Y el casero me la trae y, como le tiemblan las manos, la taza tirita y castañetea sobre la bandeja. A veces imagino un despertar distinto: ¿y si mi casero anunciara al despertarme que no estoy allí? Me llevaría un susto de muerte, porque llevan haciéndome semejante anuncio varios años, como recuerdo de mi primera semana, cuando me traían el desayuno a diario y yo no estaba en la cama.
En aquella ocasión llovía como en el Terciario. El río arrastraba agua siempre al mismo ritmo y yo me quedé allí plantado, bajo la incesante lluvia, sin saber si tenía que llamar a la puerta con el índice o marcharme. Unas hojas como insignias de general parloteaban en las copas de los árboles, unas cuantas farolas se abrían paso a través del ramaje y en la puerta del cuarto, entreabierta, se desnudaba un cuerpo dispuesto al sueño o al amor. La lamparita de noche empujaba al naufragio a una sombra en la puerta esmaltada. Y yo me preguntaba: ¿estaría solo o acompañado el origen de la sombra? Me estremecí, porque de noche la lluvia es fría y las pisadas se pierden en el fangoso aguacero. No obstante, es bueno vivir con la angustia y el miedo de escuchar unos dientes, es bueno conducir una vida a su perdición y empezar de nuevo por la mañana. También es bueno despedirse para siempre y cantar las alabanzas de tu infortunio como el sabiondo de Job. Sin embargo, en aquella ocasión me quedé plantado bajo la incesante lluvia sin saber si tenía que llamar a la puerta o marcharme, porque no era capaz de reunir el valor para arrancarme aquel ojo celoso del cerebro. Recé: «Noche lluviosa, no me dejes aquí. Oh, noche lluviosa, no me dejes aquí a merced de bellezas banales. Déjame al menos arrodillarme en el barro y contemplar la casa cerrada con llave». Luego, por la mañana, pregunté: «Poldi, ¿usted aún me quiere?». Y ella respondió: «¿Y usted? ¿Aún me quiere?». Al despertarme, pregunté otra vez: «Sumo pontífice, ¿duermes?». Tal vez un día, algún día, el espejo que coloco frente a sus bocas no se empañará.
Ahora atravieso la plazuela del Ungelt, contemplo la basílica de Santiago el Mayor, donde celebró su boda el emperador Carlos. En la esquina del callejónŠtupart le dieron un bofetón a mi casero, no porque fuera detective de la brigada antivicio, sino por separar a dos borrachos que se habían enzarzado. Allí, en el Ungelt, hay una casita en la que viví una vez, en el ático. A través de mi cuartucho accedía al suyo un acordeonista ciego. Me encantaría saber cuánto amaba el emperador Carlos a aquella princesa que enderezaba herraduras y enrollaba entre sus dedos bandejas de estaño como si fueran