Prólogo
Un monumento olvidado
Nicópolis, Grecia
En lo alto de una colina a caballo de una península que avanza con el mar a un lado y un amplio golfo pantanoso al otro, en un rincón rara vez visitado de la Grecia occidental, se alzan las ruinas de uno de los monumentos de conmemoración bélica más importantes, pero menos reconocidos, de la historia. Las escasas piedras que aún permanecen en pie apenas logran dar una remota idea de la grandeza original del edificio. Hace sólo unas décadas, esos sillares yacían, dispersos sin ton ni son, por una colosal espesura, pero en la actualidad, tras años de excavaciones y estudios de lo que ya es un yacimiento arqueológico, empiezan a revelar parte de la destreza artística que supieron imprimirles inicialmente sus artífices.
El visitante que acuda hoy a contemplarlos se hallará ante unos bloques de simetría regular, tallados en caliza, mármol y travertino, y dispuestos en forma de terraza en la ladera del altozano. No es difícil distinguir las porciones que todavía se conservan de la primitiva inscripción latina, ya que las letras han sido talladas con la habitual precisión de los canteros clásicos. Tras esos cubos pétreos cubiertos de mensajes se levanta una pared en la que aparecen, a intervalos regulares, unos misteriosos huecos. Se trata de las cavidades en las que venían a alojarse los gruesos extremos de los arietes de bronce de las galeras que se capturaban en los combates. Los espolones sobresalían de los muros en un ángulo de noventa grados, y había treinta y cinco garrones en total. Era una estructura ciclópea, el mayor monumento de arietes arrebatados al enemigo del Mediterráneo antiguo: un trofeo en todo su bárbaro esplendor, adornado con una panoplia de armas tomadas por la fuerza.
Sin embargo, como muy bien sabría cualquier romano, la victoria es cosa que sólo los dioses tienen en su mano, y por ello tampoco se ha olvidado aquí su papel. Tras los dos murallones, en un punto algo más elevado de la falda del cerro, se erigió un enorme santuario al aire libre, consagrado a Marte, el dios de la guerra, y a Neptuno, soberano de los mares. Había asimismo un templete, igualmente abierto, dedicado a Apolo, señor de la luz. Un friso labrado conmemoraba el desfile triunfal con el que se celebró en su día la victoria en Roma. El inmenso complejo de la loma cubría aproximadamente una superficie de más de tres mil metros cuadrados.
No es descabellado considerar que este monumento era la piedra angular del Imperio romano. Y es perfectamente pertinente que se levantara aquí, en Grecia, a casi mil kilómetros de Roma, y no en Italia. La obra conmemora un choque que se desarrolló en las aguas que se extienden a sus pies: la batalla de Accio. Fue un combate destinado a dirimir la ubicación del corazón de Roma, emprendido para determinar si su centro de gravedad debía situarse en Oriente u Occidente. Dado que Europa es el resultado de la Roma imperial que nació en esta batalla, el combate fue, de hecho, uno de los puntos de inflexión de la historia.
El encontronazo es también representativo de dos modalidades de la acción bélica, ejemplo del eterno dilema estratégico entre lo convencional y lo heterodoxo. Uno de los dos bandos era la encarnación misma de un planteamiento aparentemente seguro: grandes batallones, el mejor y más actualizado equipamiento, y una sólida tesorería. El otro carecía de fondos y tenía que hacer frente a las resistencias surgidas en la metrópoli, pero poseía experiencia, imaginación y audacia. Uno de los contendientes lo fiaba todo a una astuta espera de la acometida del adversario, mientras que el otro lo arriesgaba todo en cada ataque. Y si una de las partes buscó la embestida frontal, la contraria optó en cambio por una táctica indirecta. Éstas son cuestiones que todavía hoy siguen constituyendo la médula de todo debate estratégico.
Un buen día de septiembre de hace más de dos mil años, las tripulaciones de seiscientos buques de guerra –cerca de doscientas mil personas– se enfrentaron y murieron por el dominio de un imperio que se extendía desde el