CAPÍTULO UNO
Roma, 61 d. C.
Dicen que la historia la construyen los grandes hombres, y, cuando se les permite, las grandes mujeres. Como la mayoría de lo que se dice, esto es una absoluta estupidez. En realidad, la historia la crean los historiadores que viven asidos a las togas de los hombres importantes, con la esperanza de que parte de su grandeza se les acabe pegando. Y esta historia no es distinta.
Empezó una cálida tarde de verano en un banquete en el que se celebraban las noticias que acababan de llegar desde Britania. Al fin habían aplastado la rebelión de los nativos, que había conseguido destruir tres de los asentamientos más importantes de la provincia. Decenas de miles de enemigos habían sido asesinados junto con su líder, una arpía feroz con un nombre bárbaro.
Los festines en el palacio imperial nunca eran tan divertidos como cabría esperar. A menos que formases parte del círculo más íntimo de Nerón, los divanes donde se comía no resultaban cómodos para permanecer en ellos largo rato. Además, aunque los platos se servían a su debido tiempo, a ninguno de los invitados se le permitía empezar a comer antes de que lo hiciera el emperador, con lo cual los platos se quedaban fríos; las salsas, congeladas, y los apetitos, bastante apagados. Y estaba también el estrépito de cientos de voces resonando en las altas paredes de la sala. Para mantener una conversación, era necesario subir el tono de voz, cosa que obligaba también a los de alrededor a hacer lo mismo, y el volumen general iba aumentando progresivamente hasta que se tenía que aguzar mucho el oído para captar alguna de las palabras que decía la persona que se reclinaba justo enfrente, y, pese a gritar para hacerte oír, la voz, a menudo, amenazaba.
El único respiro de tamaña algarabía era cuando el mayordomo del emperador pedía silencio para anunciar la llegada del siguiente plato o del siguiente entretenimiento. Éste era un antiguo instructor de la Guardia Pretoriana y, como tal, poseía una voz fuerte y grave. El hombre sabía cómo hacerse escuchar, y por un momento pensé que estaba desaprovechado en palacio, pues debería haberse dedicado al teatro. No se podía decir lo mismo de su amo, cuya voz fina y aflautada apenas llegaba más allá de las diez primeras filas de asientos, a menos que gritase, en cuyo caso sus palabras surgían con un chillido estrepitoso que daba dentera.
Lo único menos tolerable aún que el ruido era el silencio forzado, y eso sucedía en algunas ocasiones, cuando el emperador decidía someter a sus huéspedes a una de sus recientes composiciones musicales o poéticas. A veces, optaba por lo que él consideraba comedia; en esos casos, el mayordomo, de pie detrás de su amo, señalaba al público cuándo debía reírse. Sin embargo, Nerón prefería la tragedia, y, cuando se daba a ella, que era casi siempre, las lágrimas de muchos entre el público eran genuinas, aunque no por el motivo que suponía el emperador. Se debían, sobre todo, al aburrimiento. Yo, en todo caso, no lloraba, porque no deseaba animarlo. En resumen: los banquetes del emperador debían ser considerados como lo incomible seguido por lo indigesto.
Y luego estaba la cuestión de los invitados. Nerón invitaba personalmente a unos pocos elegidos, quienes ocupaban los puestos más cercanos al marco dorado y el cojín púrpura del sofá imperial, en el estrado que había en un extremo de la sala. Siempre eran los viejos amigos de costumbre: el elegante y persuasivo Séneca, cuyos halagos ridículamente aduladores Nerón se tomaba siempre al pie de la letra, y Burrus, comandante de la Guardia Pretoriana, que carecía de la habilidad de Séneca para suavizar los tópicos, pero lo compensaba con una lealtad obstinada. Y, junto a ellos, los actores favoritos del momento del emperador, los senadores que gozaran de su favor en ese momento y un puñado de los mejores poetas, músicos e incluso unos pocos historiadores de la capital. Y era buena idea tener a unos cuantos de éstos a tu lado, si no querías que la posteridad arrastrase tu nombre por el fango.
Los demás invitados formábamos un batiburrillo variopinto. Convocados a través de invitaciones de la corte que emitían los escribas del mayordomo, nos habían considerado adecuados para rellenar la lista de invitados. Eso incluía a senadores que no formaban parte del círculo íntimo y