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Dunluce, condado de Antrim, 27 de octubre de 1588
Dicen las antiguas tradiciones que los huesos de Irlanda son de piedra. Su piel es hierba fresca, y los ríos que la recorren contienen la esencia de cuantos hombres la han hollado desde que llegara el primero de ellos, Partolón. Cada vez que la isla resuella se forman tormentas que empujan las olas del mar contra su osamenta, bañan el verde pellejo y dan nueva vida a la herencia del pasado.
Eso, al menos, era lo que aseguraba la vieja tata de Ealasaid. Quizá sólo fueran cuentos sin fundamento, o tal vez formaban parte de una sabiduría ya perdida. Los druidas hacía muchos siglos que habían desaparecido, y sus conocimientos apenas permanecían como mitos susurrados en la noche que ahora se conocía com Todos los Santos, pero que antaño fue la Samhain que anunciaba el final del verano. Quizás ésa fuera la única enseñanza druídica que había sobrevivido: que nada es inmutable. Todo cambia, evoluciona, forma parte de un ciclo. Todo.
Como la tempestad que se estaba formando sobre la costa de Antrim. Ealasaid la observaba desde la ventana de sus aposentos, en lo más alto de la torre norte del castillo de Dunluce. Lo lógico hubiese sido presenciar aquello con cierta frialdad; al fin y al cabo, su primer grito de vida lo había liberado diecisiete años atrás junto al mismo mar tormentoso. Vino al mundo en Dunaneeny, fortaleza principal de su familia situada al este de aquellas tierras, y por sus venas corría además la sangre de los marineros escoceses de las Hébridas. Las tormentas que se desataban de la noche a la mañana eran tan habituales para ella como la salida del sol. Ninguna debía tener poder para estremecerla.
Sin embargo, había algo inquietante en la negrura que empezaba a imponerse sobre el gris del cielo. Le parecía más ominosa de lo habitual, como si portara malos presagios. O tal vez aquello no tuviera nada que ver con el tiempo. Las últimas semanas habían estado pasando cosas bastante inauditas: patrullas inglesas que iban y venían con mayor asiduidad de lo habitual, barcos de extrañas banderas que se habían ido a pique en la costa oeste de la isla, náufragos que llegaban implorando ayuda… Toda aquella incertidumbre había engordado sus propias nubes, esas que le oscurecían el ánimo del mismo modo que ocurría con el cielo.
Habían pasado ya varias estaciones desde su traslado definitivo a Dunluce, y la apasionada e infantil curiosidad de antaño se había convertido en una especie de apatía a medio camino de la nostalgia. Hasta el rumor del oleaje le parecía triste, como si se tratara de una de esas antiguas baladas que hablaban de pescadores perdidos en alta mar para penuria de sus amantes, quienes se convertían en estatuas de sal de tanto esperar su vuelta. Aunque la verdad era que ella no esperaba a nadie.
Todavía estaba lejos de pensar en aquel castillo como en un hogar. Su habitación, el servicio o a la gente de la aldea le parecían extraños, por mucho que la trataran con amabilidad exquisita. Echaba de menos a su hermana Beitris, quien la primavera pasada se había trasladado a Dunderave para residir con su flamante esposo, Donal, del clan MacNaghten. Ahora las separaba el mismo mar que a Irlanda y Escocia, así que apenas la había visto desde entonces. Sus otras hermanas, Aileas y Gráinne, la mayor, tampoco estaban ya a su lado. Seguían en Dunaneeny, también junto a sus maridos. Al mando de todos ellos y del castillo se hallaba Aonghus, el quinto varón de los MacDonnell: Somhairle «el del Pelo Rubio», el padre de Ealasaid.
Él había insistido en que la muchacha lo acompañara a Dunluce. «Le darás lustre con tu hermosa presencia», fueran sus palabras; cariñosas, pero insuficientes para animarla.
La fortaleza se había convertido en la posesión más preciada del clan tras décadas ambicionándola. Después de ganar y perder varias veces tan suculento trofeo, por fin parecía que la región de La Ruta era suya. Había bastado con unas cuantas guerras, otras tantas traiciones y una última humillación. Somhairle, a quien los ingleses llamaban Sorley Boy para su desagrado, había tenido que tragarse el orgullo, arrodillarse ante el representante de la reina Isabel y jurarle sometimiento. La recompensa fue la concesión oficial de los nueve valles de Antrim y La Ruta, la ostra que contenía la perla más envidiada del norte de Irlanda: Dunluce.
De eso hacía casi dos años. Ealasaid era tan joven qu