El silencio aplastó al niño.
Cuando apartó las manos, los gritos habían terminado. Ya no se oía nada. Ni siquiera el viento se atrevía a susurrar entre las espigas.
Y todo fue silencio. Un silencio que ahogaba, hasta que las risas lo hicieron añicos.
El niño se revolvió entre los tallos. Y vio aquellas risas, lejos, más allá del cereal, apenas franjas borrosas, pero las vio; las risas, las sombras, las espadas, y el brillo de las antorchas.
El mijo, seco y lleno de verano, prendió como yesca. Y el fuego creció. Insaciables, las llamas se tragaron el silencio. Y las risas. Pero no el miedo.
Un cuervo echó a volar con un graznido y el niño apretó los ojos.
No quería llorar, pero, si obedecía, moriría.
Mamá le había dicho que se quedase allí, escondido. Y no se atrevió a desobedecer. No quería que se enfadase. Si se enfadaba, no acabaría el cuento. El de la dama que vivía en el manantial, en la sierra, donde se guardaban las nieves.
Lo había escuchado mil veces. La bella engatusaría al cazador. Lo sabía, pero no quería que mamá se enfadase. Quería escuchar el final. Quería sentirse arropado y dormirse en su voz.
Pero el fuego no conocía aquella historia.
Ya no habría siega. La plantación se convirtió en una pesadilla al rojo vivo. Los granos reventaban. Las chispas revoloteaban, caían y engendraban más llamas. Y el fuego, que tenía prisa, lo engulló.
Se abrazó las rodillas despellejadas. Y tosió. Y vaciló. Y tuvo que rendirse.
–Lo siento –tartamudeó–, mamá.
Y desobedeció.
Escapó, a gatas, arrastrándose como los ratones, que huían despavoridos. Se desolló los dedos, se arañó las manos. Salió trastabillando, sin mirar atrás, temiendo que una flecha le atravesase el corazón. Y tras él, furioso, el fuego rugió.
Corrió hasta la loma y se refugió tras la zarza. La misma que unos días antes le había regalado jugosas moras.
Allí volvió a verlos, al otro lado del fuego. Ya no tenían antorchas, pero seguían riéndose. Se alejaban del horror, satisfechos. Se llevaban su botín: la victoria. Dejaban atrás su legado: desolación.
Y el niño corrió. A su hogar. Hacia mamá.
Cruzó las hileras de piedras, los parapetos y el foso. Pasó junto al madero donde se ataban las riendas, dejó atrás las tallas sagradas. Y llegó a la muralla. Allí, flanqueado por las dos torres, encontró el portón, bajo el enorme dintel del que colgaban los colmillos.
Estaba destrozado. Los troncos, quebrados. Los herrajes, retorcidos. Nadie volvería a cerrarlo.
Y el primero con el que se topó fue con Zainus.
Había luchado junto a papá cuando Segilus mintió a las tribus. Había sido un guerrero del clan y también quien le había enseñado a trenzar las crines de las yeguas.
Se habían llevado su casco, su arma, sus brazaletes. Y le habían cortado la mano derecha, la de la espada.
Y no era el único. Desperdigados, rotos, los cuerpos sembraban la entrada. Habían peleado. Y habían pagado el precio.
Ainvar, sólo un par de estaciones mayor, el primero en presumir de barba, también lo había intentado. Su espada, mellada, yacía a unos palmos. Era el arma de un niño haciéndose hombre, y ésa no se la habían llevado.
Estaban todos muertos. Sólo quedaba el fuego.
Habían arrimado lumbre a los capazos de grano. A los techos, a la paja de las cuadras, a todo lo que pudiera arder. Dragones furio