Segunda Carta
Marco a Tulia
Te escribo el día de la Pascua de los judíos, desde el fuerte de Antonia, en la ciudad sagrada de Jerusalén. Me ha sucedido algo que jamás hubiera imaginado, aunque aún no sé exactamente qué. Estoy sumamente desorientado, Tulia, y escribo para intentar explicarme a mí mismo lo que ha ocurrido.
Ya no desdeño los presagios, y quizá nunca los he desdeñado en el fondo de mi corazón, aunque haya escrito y hablado de ellos con desdén. Ahora estoy completamente seguro de que no elegí emprender este viaje y que me habría sido imposible evitarlo aunque hubiera querido. Pero desconozco qué fuerzas me han guiado. Comenzaré, pues, por el principio.
Alquilé un burro en el mercado de Jaffa, rechazando todas las restantes y seductoras ofertas que se me brindaban para hacer el camino más cómodo. Inmediatamente emprendí el ascenso hacia Jerusalén desde la costa, formando entre los últimos viajeros. Mi burro estaba bien adiestrado y era un animal dócil y apacible, de modo que no tuve ningún problema con él en todo el viaje. Según me pareció, había andado de Jaffa a Jerusalén y de Jerusalén a Jaffa tantas veces que conocía cada pozo y lugar de descanso, cada pueblo y cada posada a lo largo del camino. No había podido elegir mejor guía, y creo que el animal me guardaba verdadero cariño, puesto que ni siquiera en las bajadas monté encima de él, sino que me contentaba con caminar a su lado.
De Jaffa a Jerusalén apenas si hay dos jornadas, aunque el terreno montañoso cansa más que el llano al caminante. Pero no importa. Judea es una hermosa y fructífera tierra, y el viaje resulta así más agradable. Y, si bien es cierto que en los valles los almendros ya habían perdido sus flores, los matorrales aún conservaban las suyas a lo largo del trayecto, y su aroma era dulce y penetrante a la vez. Había descansado, me sentía rejuvenecido y experimentaba al caminar el mismo placer que había sentido durante los entrenamientos deportivos de mi juventud.
Como tú sabes, debido a la educación que he recibido y a mi natural prudencia, siempre evito hacerme notar. Prefiero no distinguirme de la masa ni por mi conducta ni por mi indumentaria. No necesito criados o mensajeros que anuncien mi llegada. En el camino, cuando los señores pasaban raudamente hostigando a sus animales y a sus esclavos, yo apartaba con humildad mi burro a un lado de la carretera. Prefería contemplar los inteligentes movimientos de las orejas del burro cuando me miraba, que hablar con los personajes que se detenían para saludarme y rogarme que les acompañase.
Los judíos llevan borlas en las puntas de sus mantos que hacen que se los reconozca en todo el mundo, aunque por lo demás visten como el resto de los mortales. Pero este camino, que Roma ha transformado en una excelente carretera militar, es tan antiguo y ha visto gente de tantas razas, que nadie reparó en mí, a pesar de que mi manto carecía de borlas. Donde pasé la noche me dieron, como a los demás, agua para que lavara mis pies y para que bebiera el burro. Con la aglomeración, los criados de la posada no tenían tiempo de hacer distinciones entre judíos y extranjeros. El ambiente era festivo, como si todos los pueblos, al igual que los judíos, se hubieran puesto en camino para celebrar que los hebreos se hubiesen librado de la esclavitud de Egipto.
Si me hubiera dado prisa, habría llegado a Jerusalén la segunda noche. Pero, siendo forastero, no podía compartir el fervor de los judíos. Me entusiasmaba el aire puro de las montañas de Judea, y la abundancia de flores en las laderas de las montañas deslumbraba mis ojos. Después de la vida disoluta d