Capítulo 6
Viterbo, primavera de 1608 - verano de 1611
A pesar de la primavera, el corazón de Olimpia arrastraba el invierno. Obligada por las circunstancias a regresar a casa de sus padres, se había transformado en un trozo de hielo; no les dirigía la palabra, sino que se comportaba como si éstos fuesen invisibles. Pero, lejos de violentarse, la muchacha sentía un cosquilleo de satisfacción y no rehuía su presencia. La madre, dolida, intentaba conversar, pero, al fin, tras obtener como respuesta un silencio embarazoso, se limitó a gimotear por los rincones. El padre, desconcertado, no hallaba la manera de salir del atolladero, y palidecía cuando su hijo, sobrio o bebido, protestaba con ademanes tabernarios dando voces y coces, pues aún no había encontrado con quien casarse y veía peligrar el patrimonio reservado en exclusiva para él. El mozo lloraba de rabia, y las lágrimas resbalaban por su cara abotargada de párpados hinchados.
Olimpia era consciente de que para emanciparse necesitaba un marido. El tiempo de reclusión conventual le había servido para meditar largamente y planear su porvenir. Sabía qué pasos dar, cómo actuar. Y sin la desesperación que nublaba a quienes se sentían apremiados, cada tarde, para demostrar su carencia de remordimientos, atravesaba las principales calles de la ciudad vestida con sus mejores ropas. Ahora, tras la soledad interior sufrida en el convento, se sentía dotada de una dignidad nueva. Era otra persona, mucho más fuerte, y completamente desarraigada en su propia casa.
Su efímera aventura como novicia y el escándalo sobrevenido municionaron las lenguas, mas ella, impávida, paseaba por Viterbo sosteniendo con insolencia las miradas que la repasaban desde las ventanas o desde un recodo de la calle.
Muchas vecinas la despellejaban con sus críticas; la motejaban de feúcha, de ser una muchacha carente de encanto físico que buscaba un marido con descaro. Pero ella, imperturbable ante el chaparrón de maledicencias, seguía recorriendo las calles.
Su coraje llamó pronto la atención de algunos hombres, que comenzaron a rondarla y comunicaron a Sforza Maidalchini sus intenciones matrimoniales.
El padre, para no contrariar a la hija, temeroso de su posible reacción de fiera sin domar, no osaba aconsejarla en la elección, y se limitaba a ejercer de contable –cuánto dinero y propiedades atesoraban respectivamente los pretendientes–, y elaboraba un listado ordenado de mayor a menor riqueza. Ella, tras examinar los fríos números, lo tuvo claro. No valoró otras cualidades ni analizó supuestos defectos.
El más acaudalado resultó ser Paolo Nini. Y también el más viejo, pues frisaba los sesenta años. Calvo y desdentado, con más pellejo que carne y unos ojillos achinados que le brillaban al frotarse las manos en cuanto iniciaba cualquier conversación, él fue el elegido. Cuando floreció mayo, Paolo Nini negoció la dote, momento que ella disfrutó, pues Sforza Maidalchini se comprometió a aportar cinco mil escudos para la boda de su hija.
Por capricho de Olimpia, la ceremonia nupcial se dispuso para el día de San Miguel, mas no por la simbología del arcángel alanceador de demonios, sino por coincidir con la vendimia. A ella le gustaba el vino de calidad. Las familias más pudientes, al finalizar septiembre, aportaron tapices para decorar el ábside de la iglesia de San Sixto y así revestir lujosamente la piedra desnuda. El banquete fue opíparo; el vino, espléndido, «mejor aún que el del milagro de las bodas de Caná», proclamaban con voz pastosa quienes vaciaban vasos y se llenaban el buche de comida.
En cuanto se despidieron los últimos invitados, Olimpia, con la diadema de flores nupcial aún ciñéndole el cabello, se acercó a sus padres.
–Adiós. No quiero que me visitéis jamás. No volveré a quereros –dijo.
Fue la última vez que les dirigió la palabra.
La pareja de recién casados se trasladó a vivir al palacio de la Via Annio, residencia de la familia Nini desde hacía más de medio siglo. La servidumbre se habituó pronto a recibir instrucciones de un ama que, a pesar de su extrema juventud, se comportaba con una madurez impropia: no gritaba, no trataba mal a los criados ni poseía un carácter veleidoso. Y ella,